A lo largo de los años he podido comprobar cómo entre mis alumnos la Segunda Guerra Mundial posee una poderosa fuerza cautivadora. Desde luego, la misteriosa sugestión que ejerce en las almas contemporáneas la mayor conflagración conocida por la humanidad se debe a una variada gama de razones. Al carisma innegable de los protagonistas se suma el hecho de que la contienda fue la más mortífera y devastadora de la historia. También conviene tener en cuenta la magnitud y extensión de la lucha, su intensidad y el antagonismo radical de las fuerzas en disputa. Y en modo alguno se debería minusvalorar la desmedida propaganda con la que los vencedores, llamados a sí mismos aliados, han venido persuadiendo a las masas nacidas bajo el nuevo orden posbélico, surgido tras las rendiciones incondicionales de Japón y Alemania.
Sobre estos acontecimientos aciagos y formidables poseemos no pocos testimonios directos, pero seguramente ninguno resulta tan fascinante como el del soldado soviético Nikolai Nikulin. Nikulin, militar contra su voluntad del Ejército Rojo durante la llamada por los rusos Gran Guerra Patriótica, decidió publicar sus recuerdos de la guerra, que en su origen eran las notas personales de un simple testigo ocular, atormentado desde hacía tiempo por la experiencia padecida y por la propaganda oficial.
Víctimas olvidadas de Stalin, que es el título del libro en cuestión, apareció en las librerías españolas en 2022. La magnífica edición es responsabilidad de la editorial SND (AQUÍ) y de Carlos Caballero Jurado, profesor jubilado que ha volcado toda su erudición en estas páginas, siendo quien ha descubierto al público español dicho texto y quien además lo ha introducido y anotado de manera magistral.
Por un lado, las numerosas notas a pie de página permiten al lector una mayor comprensión de los hechos relatados, y son una fuente de erudición inestimable. Por otro lado, en la introducción, Caballero Jurado condena el comunismo, una ideología perversa y ominosa que ha causado incalculables desgracias y sufrimientos de todo tipo. Y lo hace con ímpetu arrollador y la fuerza de unos argumentos irrefutables. Por ejemplo, recordando que en 1924, «cuando a Hitler no lo conocía nadie más allá de los límites de Baviera, Stalin ya tenía claro que iba a dotar a la URSS de la más poderosa máquina militar que se pudiera imaginar». De tal manera que «tanto los equipos que lo dotaban como las doctrinas que lo inspiraban demuestran a las claras algo: el Ejército Rojo era una máquina ofensiva. Su misión no iba a ser «defender la Patria Socialista», sino extender el comunismo a nivel mundial». Por supuesto, a don Carlos no se le escapa que el régimen estalinista fue un fervoroso continuador de las doctrinas leninistas, que aplicó rigurosamente, esperando alcanzar el anhelado paraíso de los trabajadores a costa de su propia gente. O que muchos miles de rusos vistieron voluntariamente el uniforme de la Wehrmacht y lucharon contra el régimen comunista de la Unión Soviética.
De esa realidad incontestable, y de sus terribles secuelas, se cercioró el autor de estas memorias al padecer en carne propia los horrores de la Segunda Guerra Mundial. En sus recuerdos, Nikulin emite un juicio sumarísimo contra Stalin y sus secuaces por la forma de hacer la guerra. Para Nikulin era evidente ya entonces algo que ha sido demostrado por diversas fuentes: En buena medida, y sin minusvalorar el peso del material bélico proporcionado por EE. UU. a los soviéticos, la URSS de Stalin venció a la Alemania de Hitler porque el dirigente soviético, despreciando absolutamente la vida humana, derrochó las vidas de millones de soldados rusos. La sangre de esos rusos, dice Nikulin mediante un símil estremecedor, acabó oxidando el cuchillo con el que los alemanes los atacaban continuamente. En definitiva, los soldados rusos fueron tratados como simple carne de cañón. Y todo para acabar levantando, como observa el antiguo soldado soviético al final de sus memorias, un mundo decadente, caracterizado por el vacío espiritual, el burdo materialismo, la falta de principios morales, la insensibilidad, y la indiferencia hacia los antepasados.
En otro orden de cosas, el relato está salpicado de asombrosas descripciones bélicas y escenas terribles, potenciadas por las impresiones del protagonista, que están impregnadas de profunda humanidad. No en vano, Nikulin llegaría a tener una sólida formación universitaria, trabajando como conservador del prestigioso Museo Hermitage, y una elevada sensibilidad estética. Por ejemplo, considera «la guerra el fenómeno más sucio y repugnante de la actividad humana, saca todo lo vil de las profundidades de nuestra subconsciencia. Recibimos una recompensa y no un castigo por matar a una persona en la guerra». Advierte, además, que «lo que más miedo da en la guerra es permanecer en el vacío espiritual, en la inmundicia y la vulgaridad». Se lamenta de lo «baja y mezquina» que es en algunos momentos la naturaleza humana. Y después de todo, concluye: «Tras leer el manuscrito después de muchos años de su aparición, me sorprendió la suavidad de las descripciones». Es sin duda un rasgo de misericordia que tiene el Señor con sus criaturas, el atenuar o desvanecer de su memoria los recuerdos más infelices o amargos.
En relación con esto, lo que más me ha conmovido de este extraordinario testimonio, más allá del horror descrito, extremadamente vivo, ha sido la finura de alma de Nikulin y su mirada trascendente. En numerosas ocasiones reconoce haber tenido suerte, atribuyendo incluso a su ángel de la guarda el hecho de haber sobrevivido tantas veces. Naturalmente, un ser así ha de percibir que, a pesar de las desdichas y desengaños de este mundo llamado a extinguirse, «los destinos humanos se mueven de forma misteriosa» y «Dios es misericordioso».
En resumen, Víctimas olvidadas de Stalin es un libro que me ha fascinado y pienso releer periódicamente. Junto a otra obra extraordinaria, del mismo estilo y también llevada a cabo por Carlos Caballero Jurado: Voces de la División Azul. Un libro igualmente admirable que recoge más de doscientos testimonios de soldados españoles que marcharon voluntariamente a Rusia para combatir al comunismo y que, complementando a la perfección el relato de Nikulin, posee, como las memorias de éste, una fuerza consubstancial para conjurar la odiosa propaganda vertida indecorosamente por todas las administraciones públicas con el propósito de sepultar la verdad histórica.
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