El periodista Daniel Ramírez de El Español se ha interesado por nuestro libro sobre César González Ruano y el pasado mes de Junio hizo esta excelente reseña en el diario digital dirigido por Pedro Jota Ramírez:
El hijo de César González-Ruano es muy alto. Sus piernas cruzadas, enrolladas una sobre la otra, parecían un intestino. Estábamos sentados en un patio de mucho sol. Pleno verano en Calpe. Éramos toda la cotidianidad que aborrecía su padre. Las bermudas, las camisetas, la Coca-Cola, las barbas sin afeitar.
A César padre, César hijo no lo leía. O mejor dicho, no lo leía al completo. «¡No me lees!», se quejaba Ruano. Y el hombre que tenía yo enfrente, entonces un chaval, me decía: «Pero ¿cómo iba a leerle? ¡Si publicaba un montón de artículos todos los días! Tendría que haberme dedicado sólo a eso».
González-Ruano fue un padre muy peculiar, pero comprensivo. Por ejemplo, no se enfadó cuando su único hijo varón le contó que, tras convertirse en periodista, firmaría con el apellido de su madre: «César de Navascués».
No se metió Ruano en la manera de trabajar de su hijo. Ni lo ayudó ni lo perjudicó. Pero sí hubo una cosa que no comprendió aquel columnista de bigotillo fino siempre confesado a medias.
–Ahí sí me echó la bronca mi padre. No lo entendía de ningún modo –me dijo César de Navascués con gesto severo.
–Cuénteme.
–No entendía que yo quisiera escribir solamente información. Quiso empujarme a que entendiera los periódicos como un lugar donde hacer literatura. Pero yo no era él ni quería serlo. Lo mío era otra cosa.
Y lo fue. César de Navascués publicó exclusivas muy relevantes en medios como Pueblo o ABC.
He recordado aquella mañana en Calpe con el hijo de Ruano porque (me dicen) hay una guerra abierta entre los partidarios y los detractores del columnismo literario. Una guerra, por lo que leo, con mucho odio, pero con poco sentido. Vamos, una guerra de toda la vida.
Yo, como el hijo de Ruano, comprendo que los periódicos pertenecerían a esas hermandades de mutilados que por toda España iba fundando Millán Astray si carecieran de uno de estos dos columnismos: el literario y el no literario.
Me sorprende leer en gente a la que admiro una distinción tan absurda. Básicamente, los hunos y los hotros se posicionan de esta manera: «El columnista literario es el que escribe sobre los parques y los pájaros» / «El columnista no literario es el que habla de política».
Supongo que palpita cierta envidia en los dos colectivos. Estamos hundidos porque parecen haberse sindicado hasta los columnistas. A los que atacan al columnismo literario probablemente les joda no saber escribirlo. Y viceversa, a los que sólo relatan cómo cae la lluvia les repatea no alumbrar una idea política que valga la pena.
Un columnista estrictamente literario (en si nos atenemos a la absurda definición acuñada en la refriega) resulta irrelevante. Y un columnista exclusivamente político acaba siendo agotador.
Los directores de periódicos suelen preferir los columnistas políticos porque sitúan la cabecera en las radios y las televisiones. Pero siempre guardan hueco para los literarios porque quieren que su diario sea un sitio bien escrito. Maldicen cuando conocen el tema apolítico del texto, pero luego transigen por una cuestión de higiene.
Por continuar con esta cómoda equidistancia, reseñaré lo más absurdo de todo esto. ¿Cómo es posible pensar que una columna política carece de las herramientas de la literatura? Al final, los mejores columnistas son los mejores en los dos campos. Digamos Julio Camba y Fernández-Flórez por poner dos ejemplos incontestables.
Lo más difícil, el columnismo más excelso, consiste en trazar la línea Maginot entre los dos géneros. Voy más allá, mezclar los dos en uno como si fueran un cóctel de Chicote. Y lo mejor que le puede pasar a uno cuando trata de explicar esto es que le venga una demostración a las manos.
Se titula Ya estoy escrito (Península, 2023). Una recopilación de artículos de José F. Peláez. El libro reúne aquellos que nada tienen que ver con la política, pero he releído algunos de los otros para levantar esta explicación.
Peláez dispone de una rarísima habilidad, que es la más preciada. Sostiene sus opiniones acerca de la política con retales de la vida deprisa. No es la nueva prohibición del tabaco, tampoco la proliferación de debates, ni siquiera los pactos de gobierno. No es la personalidad de Sánchez, la indefinición de Feijóo o los alegatos de Vox.
Todo eso es tan sólo la cámara de eco que utiliza para dibujar una idea del mundo. En su caso, la de un padre divorciado que vive en Valladolid, cree en Dios y no aspira a mayor gesta que la de Pierre Mac Orlan: ser un aventurero sedentario.
Porque para escribir de la primavera basta (¡y es mucho!) con haber aprendido a hacer algo parecido a la literatura. Pero para escribir bien de política hace falta eso y, además, cultivar una manera de mirar la sociedad. Eso es lo más jodido, extraer las cosas que nos conforman como pueblo a través de los detalles más pequeños. Esa es la virtud de Peláez. Leerle es ir comprendiendo lo que nos pasa, asistir a la explicación de los milimétricos avances de la Historia que son los días.
Propongo Ya estoy escrito como el Abrazo de Vergara de esta guerra que nos ha hecho exacerbar nuestro onanismo en detrimento de nuestros lectores. Porque Peláez tiene lo mejor de uno y otro bando. Porque nos reconcilia con la escritura. A Peláez, supongo, no le gustará la propuesta. Él inició la guerra enrolado en las tropas del autodenominado «columnismo literario». Se equivoca, como se equivoca todo el que escribe cuando intenta explicar lo que escribe.
Estas palabras del gran Eusebius valdrían también para las columnas: «La división profunda y cervical de la música no es más que una. La música se divide en buena y mala. Todas las demás divisiones, comparadas con esta, son de pequeño tonelaje».
Justo cuando le pongo el punto a esta columna llega a mis manos Melancolía, mundanidad y belleza (SND editores), una antología (buenísima, por cierto) de González-Ruano preparada por César Abelenda Delgado. No podía ser de otra forma. Si se trata de columnas, todo empieza y acaba en Ruano.