«Creo que Dios ha aceptado el ofrecimiento de mi vida por los legionarios. Está la necesidad de morir para dar fruto.»
Así se dirigía el padre Huidobro por carta a su hermano Ignacio días antes de aquel infausto 11 de abril de 1937 cuando, tras caer abatido en la Casa de Campo, se presentaba ante el Padre celestial.
El capellán de la Bandera «Cristo de Lepanto» IV de la Legión fue un sacerdote sin filtros, capellán de la concordia, adalid de la reconciliación, campeón en valores y virtudes, héroe de almas legionarias y protector espiritual de hermanos, de uno u otro bando, enfrentados por el odio y la sinrazón de la guerra.
En un mundo actual asolado por el relativismo y la polarización, los actos y acciones de su vida no sólo se postulan como puente entre trincheras ideológicas, sino también como piedras en un camino de santidad hacia la beatificación.