Las nuevas formaciones apenas disponían de armas y menos aún de municiones. Los comandantes experimentados eran escasos. Reclutas sin entrenamiento cargaron a la batalla…
‒ ¡Al ataque! ‒ grita Stalin, el Sabio Maestro, desde el Kremlin.
‒ ¡Al ataque! ‒chillan los teléfonos, desde el caliente Cuartel General
‒ ¡Al Ataque! ‒ ordena el coronel, desde su resistente refugio.
Y así, miles de Ivanes se levantan y avanzan a través de la nieve profunda sobre campos de tiro entrecruzados de ametralladoras alemanas. Los propios alemanes, sentados en fortines de troncos, habían pensado en todo, habían calibrado el fuego por todas partes y estaban disparando, disparando como en un campo de tiro. Aunque tampoco los soldados enemigos lo tenían tan fácil. Hace poco, un veterano alemán me contó que había casos de locura entre los ametralladores de su regimiento: no es tan fácil matar a la gente línea tras línea y que, sin embargo, siguen llegando sin fin.
El coronel sabe que el ataque es inútil, que sólo aparecerán nuevos cadáveres. A algunas divisiones ya sólo les quedaba el Cuartel General y treinta o cuarenta personas. Hubo casos en que la división contaba con seis mil o siete mil bayonetas al entrar en combate, y al final de la operación sus pérdidas fueron de diez mil o doce mil ¡debido a que también habían caído los constantes refuerzos!
Al entrar en la tierra de nadie, no gritábamos «¡Por la patria! ¡Por Stalin!», como se dice en las novelas. En la línea de fuego se oían aullidos roncos y gruesos juramentos hasta que las balas y los fragmentos acallaron las gargantas vociferantes. ¿A alguien le importaba Stalin cuando la muerte estaba cerca? ¿De dónde surgió entonces, ahora, en los años sesenta, el mito de que sólo ganamos gracias a Stalin, bajo la bandera de Stalin? No tengo dudas al respecto. Los que ganaron murieron en el campo de batalla, o sucumbieron al alcoholismo, deprimidos por las penurias de la posguerra. Al fin y al cabo, no sólo la guerra, sino también la recuperación del país se produjo a costa de ellos. Los que aún viven guardan silencio, destrozados. Los otros se mantuvieron en el poder y ahorraron sus fuerzas: los que llevaron a la gente a los campos de concentración, los que la obligaron a ataques sangrientos sin sentido en la guerra. Actuaron en nombre de Stalin, son los que lloran por ello. No hubo «¡Por Stalin!» en la línea de fuego. Los comisarios trataron de metérnoslo en la cabeza, pero no había comisarios durante el asalto. Todo eso es mentira…
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A Stalin no le tembló el pulso a la hora de mandar a la muerte más atroz (¿hay algo peor que morir por hambre?) a millones de sencillos campesinos. ¿Por qué iba a temblarle a la hora de mandar a la muerte a millones de soldados rusos?
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La victoria sobre el III Reich no se obtuvo por la genialidad de Stalin y sus generales, ni por las brillantes doctrinas militares, ni por el armamento -abundante y del mejor nivel- sino usando a los seres humanos como auténtica carne de cañón. Es exactamente lo que Nikulin nos muestra en sus memorias de la guerra.
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Stalin sabía muy bien que el colapso del zarismo solo se debió a las derrotas militares en el marco de la I Guerra Mundial. La derrota fue la madre de la “Revolución de Octubre”. Y nunca quiso que al régimen comunista le sucediera algo similar. Por eso ya en los años 1920 decidió un rearme masivo, y por eso, ya en el marco de la Gran Guerra Patriótica, como resultó que ni siquiera los inmensos arsenales le daban la victoria, recurrió a sacrificar la vida de millones de soldados, mientras que imponía a su población civil unas condiciones de vida que causan espanto.
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Nikulin denuncia una y otra vez como decenas de miles de hombres eran lanzados al matadero para cumplir órdenes absurdas, dadas por Stalin, y acatadas por miles de mandos subordinados. Muestra la incompetencia, la brutalidad, el cinismo, la corrupción, del Ejército Rojo. Denuncia, en suma, que se obtuviera la victoria por el expeditivo método de mandar a la muerte sin contemplaciones a millones de soldados soviéticos.