
La historiografía oficial proclama casi con total unanimidad que la jerarquía eclesiástica española jugó un papel decisivo en la llamada Transición política española de la dictadura militar a la democracia liberal[1]. Esta tesis es aceptada también en las universidades eclesiásticas de manera complaciente. Se habla de que la Iglesia fue «anticipadora, propulsora e impulsora» de la Transición, y hasta «motor del cambio»[2]. Y se habla de la Transición política como un hecho histórico positivo[3], incluso después de experimentar sus consecuencias, algunas de ellas inaceptables desde un punto de vista católico, como la ley del aborto.
Si tales asertos fuesen ciertos, no lo fueron sin embargo para la totalidad de los obispos. No todos los obispos tenían una visión positiva de la Transición, ni todos colaboraron con ella. Algunos de ellos se desmarcaron de la disyuntiva menor, desde un punto de vista católico, entre dictadura-democracia, para aferrarse a una disyuntiva superior: Estado confesional-Estado ateo, esto es, leyes civiles cristianas frente a leyes civiles ateas, porque entendían que esta era la Piedra Angular para una sociedad justa y libre de acuerdo con las exigencias del bien común. Entre estos obispos estaba monseñor José Guerra Campos.
Decía el padre Salvador Muñoz Iglesias, profesor del seminario de Madrid entre 1942 y 1987, que estamos asistiendo a una versión distorsionada de la historia de España en general y de la historia eclesiástica en particular. Añade que no son los «fúnebres agoreros» los únicos testigos de cuanto pasó. Otros muchos vieron las cosas de otra manera[4].
«La España de los años 60 asistió a una clara “crisis epistemológica” del tradicionalismo ideológico o teología política»[5].
Su trayectoria episcopal (1964-1997) se movió en una doble polémica o enfrentamiento. Por una parte, vivió lo que entendía que fue un proceso de protestantización de la Iglesia española en el posconcilio, impulsado o al menos amparado por buena parte de la Conferencia Episcopal Española, con las innovaciones que propugnó el cardenal Enrique y Tarancón[6]. Este proceso que don José combatió con mucho sentido de la caridad pero no exento de firmeza, tuvo tres hitos. La Operación Moisés (1966), La crisis y conflicto de Acción Católica (1966-1968) y la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes de 1971.
La «Operación Moisés» fue un intento de golpe de mano en la Iglesia española en 1966[7]. Fue un complot clerical-comunista que empalma con la crisis de Acción Católica y su empeño de diálogo-colaboración con organizaciones de inspiración marxista[8]. El profesor Luis Suárez ha descubierto un error grave de la policía que atribuía el patrocinio de esta operación a varios prelados, entre ellos a don José[9]. Don José alarmado consiguió infiltrar a sacerdotes de confianza en el proyecto, y conocer de primera mano los preparativos, las fechas, las personas y los documentos. Fue desbaratada por don José en carta dirigida a los obispos[10].
La Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes fue un intento desordenado y caótico de resolver la creciente contestación en el clero frente a la jerarquía de la Iglesia. Las reuniones, con tintes asamblearias, fue gestionada y casi monopolizada desde el principio por ruidosas minorías adscritas al llamado progresismo religioso, una versión actualizada del viejo modernismo, que intentó por un lado, un magisterio paralelo a la doctrina oficial de la Iglesia, revisando sin autoridad postulados y criterios ya proclamados por Roma, como el celibato eclesiástico. Por otro lado, se buscó una desautorización de la Iglesia que don José denominaba martirial y de la Cruzada. Finalmente, las conclusiones de la Asamblea Conjunta fueron desautorizadas por la Sagrada Congragación para el Clero, con la colaboración indirecta de don José, y por el propio Papa Pablo VI. Pese a ello el cardenal Tarancón gobernó la Iglesia española desde 1972 con el ideario desautorizado de la Asamblea Conjunta, en una actitud que don José entiende como una subversión de amplios sectores de la Iglesia española, incluyendo parte de su jerarquía, contra la autoridad y la enseñanza del Papa. Don José asistió a las sesiones, en su condición de secretario de la CEE, colaborando sin prejuicios. Tiempo después lamentó este derroche de energías y la oportunidad perdida de enderezar la nave de la Iglesia española[11].
Don José rechazó la tesis de la politización de la Iglesia, que es la tesis de la teología política de Metz, donde la Iglesia abandona su misión divina, reducida a instancia crítica de la sociedad, de las estructuras y del poder político[12]. No discrepaba siempre de tales juicios políticos, simplemente entendía que muchas de esas valoraciones eran opinables, y que ni podían presentarse como absolutas, ni en nombre de la Iglesia.
La segunda de sus grandes preocupaciones y afanes fue el Estado confesional. Don José no veía el franquismo en clave política convencional. No negaba sus posibles injusticias o miserias. Entendía que, pese a sus limitaciones, tenía los cimientos necesarios para conseguir altas cotas de desarrollo humano y social, y que había buena fe en sus gestores. Precisaba perfeccionamiento, eficiente elección de medios, pero no la sustitución de su esencia, una legislación civil inspirada en la Ley de Dios. Por eso, no se opuso a la Transición de manera visceral y gruesa, sino que se preguntó si entre tantas demandas y cambios, no sería posible conservar el depósito sagrado de la Tradición, una invariante moral que estuviese por encima de la voluntad de los grupos y partidos. Se trataría de mantener como principio inspirador del Estado una concepción del hombre y de la vida, históricamente española, mayoritaria desde el punto de vista sociológico en España, y que tiene el secreto de un mundo mejor. Se preguntaba también si la monarquía no podría encarnar el papel de guardián de ese manojo de valores.
Fracasado en la lucha de renovación interior de la Iglesia y de la pastoral del Episcopado español sobre la Doctrina Social de la Iglesia, se refugió en una diócesis modesta como Cuenca. Allí se dedicó a la oración, a su pasión, la lectura, y al pastoreo apasionado de las almas encomendadas a su ministerio. Quiso dejar constancia ante la historia desde su boletín diocesano de la gravedad de los acontecimientos que le tocó vivir, hasta que a comienzos de los años 90, cansado y enfermo, fue disminuyendo el tono de sus escritos y discursos, que terminaron atendiendo exclusivamente a cuestiones teológicas, piadosas y pastorales. En una homilía a las monjas carmelitas en la fiesta de Santa Teresa de Jesús, expresó sus sentimientos vitales en las postrimerías de su vida: «Si hubo mucha traición, aquí habrá una menos»
Quiso razonar siempre su fe, sus decisiones o posturas doctrinales, esforzándose por explicar lo que entendía como una evidencia, y sin despreciar nunca las dudas, opiniones e incluso heterodoxias de los demás. Está considerado una de las mejores cabezas episcopales del último siglo y medio de España. Seguramente el obispo más controvertido de la segunda mitad del siglo XX, en la que hubo tantos obispos controvertidos[13].
El antiguo rector de la Universidad Complutense, el filósofo Adolfo Muñoz Alonso, calificaba a monseñor Guerra Campos como la «mejor cabeza del Episcopado». Sobre su capacidad intelectual hay general unanimidad. Tampoco discute nadie su rectitud moral y su ejemplaridad de vida cristiana. Era un hombre que practicaba la caridad con amigos y enemigos, y que vivió con una extraordinaria modestia y coherencia personal hasta su muerte.
Don José pasará sin embargo a la historia como una voz discordante, aunque no única, entre sus hermanos de Episcopado. Los argumentos de Guerra Campos para discrepar del grueso de la Conferencia Episcopal Española apelan a la doctrina oficial de la Iglesia, rechazando los motivos de conveniencia y oportunidad, o de subjetiva exégesis de los textos pontificios, para justificar un giro copernicano en la catequesis política de la Iglesia.
Don José fue padre conciliar y no aceptó lo que consideraba una de las mayores estafas en la historia contemporánea de la Iglesia, esto es, el Concilio como disculpa para acometer reformas eclesiales y políticas que el Concilio no aprueba y ni siquiera insinúa.
No era, pese a las apariencias, un hombre rígido, rigorista, o soberbio. Su fama de ultramontano no le hace justicia, como tampoco lo fue su imagen de cura joven y progresista, siempre curioso, ávido de saber y de comprender todo, amigo de textos peligrosos, desde Chardin hasta las corrientes marxistas más dispares, que conocía profundamente, como reconoció el PCE en sus publicaciones clandestinas dentro y fuera de España.
Intervino en los cursos de verano de El Palacio de la Magdalena en 1951, antesala de la UIMP, impulsados desde 1933 como instrumento de comunicación de profesores y estudiantes de las universidades españolas[14]. También acudió en 1958, 1959 y 1966 a Las Conversaciones Internacionales de Gredos, herederas de las Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián (1947-1957)[15]. Estas reuniones gozaban de un merecido prestigio de heterodoxia religiosa y política[16].
Le tocó vivir una época de cambios profundos en la Iglesia y en el orden político de su tiempo, y no se opuso irracional o sentimentalmente a los cambios, que sabía necesarios en no pocas parcelas de la vida eclesial y hasta política o económica. Como obispo se ganó a partidarios y detractores, por su liberalidad, comprensión, y hasta indulgencia con todos, incluso con aquellos bajo su gobierno que no actuaban según su gusto y deseo.
Quiso ser hijo fiel de la Iglesia, pastor responsable, y creyó su misión y responsabilidad recordar la necesidad de distinguir siempre lo indiscutible de lo opinable; recordar la necesidad de no presentar lo contingente como doctrina oficial de la Iglesia; y recordar la necesidad de la buena fe para interpretar los textos pontificios, que siempre dicen lo que dicen y no lo que quisiéramos que dijesen…
[1] Cf. Cárcel Ortí, Vicente, La Iglesia y la transición española. Edicep. Valencia, 2003. Págs. 11, 14, 19.
[2] Ibídem Pág. 12.
[3] Cf. Ibídem Pág. 18.
[4] Cf. Muñoz Iglesias, Salvador, Así lo vimos otros. Edicep. Valencia, 2002. Págs. 8 y 12.
[5] González Cuevas, Pedro Carlos, Punta Europa y Atlántida: Dos respuestas a la crisis de la teología política. En Historia y Política, 28 (2012) 135.
[6] Redacción, «Monseñor Guerra Campos fallece en Barcelona de un fallo cardiaco». En El Mundo, 2.727 (1997) 18.
[7] Cárcel Ortí, Vicente, Pablo VI y España. BAC. Madrid, 1997. Págs. 955-958.
[8] Cierva, Ricardo de la, La hoz y la cruz. Editorial Fénix. Madrid, 1996. Págs. 249-250.
[9] Suárez, Luis, Francisco Franco y su tiempo. Tomo VII. Madrid. Azor, 1978. Pág. 348.
[10] Cárcel Ortí, Vicente, Pablo VI y España. BAC. Madrid, 1997. Págs. 529-530.
[11] Redacción, «Las 7 ponencias de la Asamblea Conjunta de obispos y presbíteros». En Iglesia Mundo, 21 (1972) 5-49; Guerra Campos, monseñor José, «Valoración de la Asamblea Conjunta a los diez años de su celebración». En Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, 9-10 (1981) 138-141, Madrid Corcuera, Luis, Historia de un gran amor a la Iglesia no correspondido. Hermandad Sacerdotal Española. Madrid, 1990. Págs. 48-95.
[12] Monsegú, Bernardo, Religión y política. Editorial Coculsa. Madrid, 1974. Págs. 218-222.
[13] Fernández de la Cigoña, Francisco José, «Información bibliográfica. Domingo Muelas Alcocer: Episcopologio Conquense. 1858-1997». En Verbo, 415-416 (2003) 532-540.
[14] González de Cardedal, Olegario (Coord.), La teología en España (1959-2009). Ediciones Encuentro. Madrid, 2010. Pág. 462.
[15] Ibídem. Pág. 40-41.
[16] VV. AA., Alfonso Querejazu. Conversaciones católicas de Gredos. BAC. Madrid, 1977. Pág. 270.
Una figura a reivindicar dentro del catolicismo tradicional español es la de Félix Sardá y Salvany, un tanto olvidada, aunque importantísima. Podrían dedicarle un ensayo en esta colección.