Aunque la fecha consensuada del inicio de la última guerra civil española se fija en el 17/18 de julio de 1936, hay autores que defienden la idea de que la contienda dio comienzo en realidad durante la primera semana de octubre de 1934, cuando aguantó durante quince días la revolución izquierdista, sobre todo en Asturias. Y aunque en el resto del país fracasó el llamamiento a la insurrección contra la República, en la mitad de las provincias hubo al menos un muerto a causa de la refriega. Ninguna broma.
Otros apuntan el definitivo paso hacia el abismo ―una suerte de «no retorno»― en las elecciones de febrero, que supuestamente ganó el Frente Popular. Ochenta años después se destapa lo que siempre se sospechó: aquello fue un pucherazo de los que hacen época, que solo la burda propaganda fue capaz de ocultar.
Y hay, en fin, quien incluso data una suerte de «comienzo» del desastre posterior a mediados de febrero de 1932. Leí recientemente un artículo sobre esta última conjetura, y desde luego la teoría no es precisamente descabellada.
Resulta que durante los días 11 y 15 del citado mes se celebraron en la Casa del Pueblo de la capital el IV Congreso de las Juventudes Socialistas. De su Comisión Ejecutiva salió elegido el hijo de Wenceslao, Santiago, que con sus diecisiete añitos se encargó de acelerar la radicalización izquierdista, en una pendiente deslizante que acabó como acabó. Don Santiago se hacía cargo igualmente de Renovación, el órgano escrito de las JJSS, desde cuyas páginas se harían frecuentes llamamientos a la insurrección armada, hasta que en efecto llegó esta en el octubre ya citado, con el balance de millar y medio de muertos, unos en combate, otros castrados en sus conventos, otras violadas por grupos de «milicianos sudorosos».
Las Milicias Socialistas (MMSS) actuaron a partir de entonces como un verdadero estamento paramilitar, dejando claro en su periódico que «No puede haber democracia completa a la hora de actuar», apostando por «No colaborar con ningún partido burgués ni directa ni indirectamente», añadiendo que «Llegado el caso de que el Partido encontrara resistencia por parte de la democracia burguesa, procederá la conquista del Poder por la acción revolucionaria de las masas». Dicen que a buen entendedor pocas palabras bastan, pero no será este escriba quien ponga impedimentos al que quiera traducirlo al lenguaje de calle.
Nótese que hablamos de febrero de 1932, cuando todavía la Segunda República no había visto amenazada su preponderancia en ningún aspecto palpable: nueve de cada diez actas parlamentarias estaban en manos de partidos izquierdistas y/o republicanos; faltaban meses para la Sanjurjada; y ni la CEDA ni la Falange existían aún. ¿A qué venían entonces esas peroratas y obsesiones insurreccionales del PSOE? La respuesta es simple: actuaban así porque siempre fue esa su naturaleza, como en la fábula del escorpión y la rana. No hay más cera que la que arde. Y de prender fuego a la sociedad, el PSOE sabe un rato largo (no busqué un chiste fácil, pues salió de suyo): desde aquel ya lejano 2 de mayo no ha hecho otra cosa, quieran o no admitirlo sus acólitos, pues la verdad se abre paso a codazos llegado el caso. Cuando el viento sopla a favor, a por la revolución totalitaria; cuando vienen mal dadas, «cuarenta años de vacaciones». En esto y poco más (nada bueno) se resume el partido político más viejo de España. Ese partido al que votan millones de personas cada vez que abren los colegios electorales, personas que o son auténticos hooligan de la sigla, o no se enteran de nada, o sencillamente les da igual. Y uno no sabe con qué opción quedarse, pues más que feas son las tres.
Tiene el PSOE una historia engolada y una historia real. La engolada no interesa ni al PSOE ni a ninguna otra entidad, sea esta social, civil o militar. Porque el engolamiento es maquillaje a paletadas, que apenas consigue ocultar la cochambre y la inmundicia a base de rimel y carmín.