Francisco Javier Ramos Gascón (Madrid, 1936). Licenciado en Derecho y Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Madrid. Intendente Mercantil por la Escuela Central Superior de Comercio de Madrid.
Es Académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras y de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Es miembro del Instituto de Analistas Financieros.
Autor del libro con SND Editores: José Antonio. El hombre, el político, el ausente
Libertad ¿para qué?
En primer lugar, pido excusas por titular este breve trabajo con la célebre frase que pronunció Lenin al socialista español Fernando de los Ríos cuando éste le visitó en 1920, que suponía un desprecio respecto de un principio básico de toda sociedad, como reconoció en su respuesta el propio interlocutor, el socialista Fernando de los Rios.
Creo necesario aclarar que los párrafos que siguen fueron redactados antes de que se produjera un hecho que, ha cambiado las portadas de los periódicos y que quizá, supera al lema leninista, como ha sido el asalto a una de las principales empresas privadas españolas.
Hace pocos días, en las páginas de ABC, se han publicado unos artículos, que me han parecido interesantes, acerca de los llamados “pisos turísticos” y de los vehículos V.T.C. Ambos tienen relación con cuestiones acerca de las cuales yo me proponía escribir algo. Me refiero al concepto de la “libertad” y sus límites, así como a su aplicación al campo de la economía, en cuanto de, algún modo, dicho concepto se enlaza con el de la competencia.
En lo que concierne a la libertad, parece deseable que sea lo más amplia posible, aunque es evidente que algún límite ha de tener y, por tanto, nunca puede ser absoluta. La libertad, necesariamente ha de ser limitada porque se enlaza con el hecho de que todo individuo tiene que convivir con el resto de quienes componen la sociedad en la que aquél está encuadrado. Esto implica que dicha sociedad ha de estar sometida a unas normas que, aunque estén inspiradas en el deseo de que cada uno de sus miembros aspire a ser lo más libre posible –a disfrutar de la máxima libertad-, precisa regirse por unos principios que eviten el choque entre los deseos de uno con los de los demás. La convivencia derivada de la integración del individuo en una comunidad social, supone necesariamente la limitación de su libertad. Esto no supone que tal limitación sea idéntica en todas las comunidades, pues los principios por los que cada uno se rige pueden –y, de hecho, sucede así- aspirar a grados diferentes de libertad. Un ejemplo si significativo es el del uso de armas en los Estados Unidos que, como consecuencia históricas muy conocidas, goza de una gran amplitud, que quizá pueda considerarse como excesiva.
La libertad siempre tiene unos límites, pues en todo caso ha de respetar unos principios que deben acomodarse a una concepción inspirada en la moral. El eminente jurista español, D. Federico de Castro, define el Derecho como la ordenación reguladora de una comunidad “legitimada por su armonía con el derecho natural”. En mi opinión, este último principio lo debe cumplir en todo caso la normativa jurídica. Por consiguiente los grados de libertad, pueden ser más o menos amplios, aunque –como dije- aquélla nunca puede llegar a ser absoluta, pues ha de respetar los límites impuestos por los aludidos principios morales.
Tras estas disquisiciones de caracter general, paso a referirme de modo concreto a los temas a los que hice alusión al principio. En cuanto a los “pisos turísticos”, quienes se dedican a tal negocio intentan justificar su existencia alegando que, mediante ellos, se hace competencia a los hoteles, lo cual permite la posibilidad de obtener un alojamiento en mejor condiciones económicas. Es indiscutible que alojarse en un piso de los así llamados es más barato que hacerlo en un hotel. Sin embargo, creo que ello no tiene demasiada significación, pues se trata de dos cosas muy distintas. Un hotel, por modesto que sea, está sujeto a unas normas, tanto de configuración de las habitaciones, como de limpieza, ausencia de ruidos, etc., en tanto que nada de ello sucede con los pisos turísticos, que carecen de una normativa análoga. A mi entender, para no constituir un elemento perturbador de la vida de los ciudadanos, los pisos turísticos tendrían que ubicarse en un edificio destinado a esa finalidad. Sin embargo, esto no sería suficiente, ya que su carácter ruidoso en extremo, repercutiría sin duda en los inmuebles colindantes o incluso relativamente próximos. Por consiguiente, lo único que podría ser hasta cierto punto admisible es que se instalasen en una zona alejada de la ciudad. Todo ello lleva a la conclusión de que lo que verdaderamente procedería era que no existieran. Lo dicho, ¿conduce a la prohibición de su existencia? La respuesta es escueta: “casi”. De todos modos, lo que considero inadmisible es que quienes pretenden llevar a cabo ese negocio traten de justificarlo basándose en aspectos comparativamente económicos en favor del usuario.
El otro asunto a que me referí al principio es el de los vehículos V.T.C. En este caso, se trata de algo que pretende ser análogo a lo que prestación de un servicio público, aunque sin cumplir las condiciones que se requieren para ello. La definición clásica de tales servicios mencionaba su caracter técnico y su prestación por una institución pública o autorizada por un ente de ese carácter. Poco o nada de ello se da en los V.T.C., que además en España, la principal empresa dedicada a esta actividad es una filial de una entidad extranjera –estadounidense en concreto- domiciliada en el Estado de Delaware, que tiene fama de ser el de régimen más laxo y permisivo de todos los que integran U.S.A. Según la información de la que yo dispongo, los únicos requisitos que se les exige a los V.T.C. son: que el vehículo haya pasado la I.T.V. y que su operador tenga carnet de conducir, requisitos claramente insuficientes para la prestación de un servicio público. Ahora bien, en el supuesto de que las exigencias requeridas al conductor y al vehículo sean o lleguen a ser similares a las que han de cumplir los reconocidos, como instrumentos dotados de condiciones para prestar un servicio público de transporte, como son los “taxis”, ¿por qué han de tener una denominación diferente?
A mi parecer, estos dos casos de los que he tratado –que no son los únicos a los que se podría tomar en consideración-, nos llevan a la idea de que todo cuanto pueda conceptuarse “servicio público” –y también, lo que se asemeje al mismo-, debe cumplir una doble condición: estar sometido a una regulación explícita y a un grado aceptable de supervisión. Todo ello, por supuesto, debe llevarse a cabo del modo menos perturbador posible para quienes, cumpliendo unas condiciones suficientes, se dediquen a estas actividades; esto es sin someterlas a una excesiva tramitación, que exceda de lo que razonablemente se considere imprescindible.
Dejo para otra ocasión tratar con más detenimiento el tema de la vivienda, en el que, además de carecer un mínimo atisbo de libertad, la política anunciada por el gobierno, de llevarse a efecto, provocaría la escasez de la oferta de pisos en alquiler, la mayor demanda de viviendas en propiedad y, en ambos casos, la inevitable subida de los precios. Algo redondo.