Las Provincias y su jefe de opinión Pablo Salazar habla del libro de SND Editores: «Cartas boca arriba«
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Mientras el Gobierno en pleno se aprestaba a participar en el acto inaugural de lo que ya puede denominarse como ‘el año Franco’, apuré y saboreé las últimas páginas de un libro sorprendente y esclarecedor sobre la deriva antidemocrática de la Segunda República. ‘Cartas boca arriba. La subversión de la democracia. 1931-36‘ es una obra de 2021 del abogado valenciano Jorge García-Contell. Que ha elaborado con minuciosidad, rigor y maestría un relato apasionante sobre los cinco años de experimento republicano que desembocaron de forma casi irremediable en la Guerra Civil. García-Contell no sólo se ha basado en los numerosos volúmenes académicos que se han escrito sobre dicho periodo a cargo de historiadores y politólogos de distinta adscripción ideológica sino que ha acudido a las fuentes primarias, a los discursos pronunciados por los políticos, a los artículos publicados en la prensa de entonces, a las actas de las Cortes, a las memorias de los protagonistas. Todo lo cual confiere a su obra autenticidad. Las conclusiones a las que llega son tan rotundas como deprimentes. La Segunda República -que arrancó a partir de un gran engaño, ya que lo que se celebró en 1931 fue unas elecciones municipales y las candidaturas republicanas ganaron en las grandes ciudades, no en el conjunto del Estado- fracasó porque a izquierda y derecha se hizo todo lo posible para malograr el invento. La derecha de aquellos años, como explica el autor del libro, ejercía como «abogada del statu quo de privilegios de los menos, de miseria y hambre de muchos y de mera subsistencia de la mayoría». Esta «cerrada defensa de un orden social injusto» puede servir para entender «el rencor de los desposeídos», del que hablaremos más tarde. Además, las clases más acomodadas «adolecían de un egoísmo ciego ante las privaciones extremas de muchedumbres de españoles». Por último, la Iglesia de los años 30 del siglo XX tenía poco que ver con la actual.
Y así, a pesar de estar «constitutivamente inclinada hacia los más necesitados y marginados» se veía rechazada por las clases populares. Su propia doctrina social era ignorada, cuando no combatida, por la jerarquía eclesiástica. Pero si por la derecha los enemigos del orden republicano estaban perfectamente identificados, no menos evidentes resultaban a ojos del espectador imparcial los peligros que acechaban desde la izquierda. Principalmente por la querencia de una gran parte del PSOE hacia una revolución de corte soviético. La democracia burguesa que se alcanzó con el exilio de Alfonso XIII era un instrumento que podía ser útil para los socialistas siempre y cuando gobernaran. Como ocurrió entre 1931 y 1933.
Cuando tras las elecciones de este año, los radicales de Lerroux se hicieron con el poder -gracias al respaldo de los escaños obtenidos por la CEDA, agrupación a la que Alcalá Zamora impidió formar Gobierno-, la democracia dejó de interesar al partido del puño y la rosa (más del puño que de la rosa). Fue entonces cuando algunos de sus líderes pero principalmente Francisco Largo Caballero (a quien el Ayuntamiento de Valencia gestionado por Ribó dedicó una calle) promovieron una revolución contra el sistema, la de 1934, que aunque no triunfó sembró la semilla de la discordia entre los dos bandos, las dos Españas. Si ganaban «los fascistas» (un término tan amplio que englobaba a todos los que no eran de izquierdas, ¿les suena la música?), la democracia no valía, quedaba deslegitimada. De este modo, «el rencor de los desposeídos» se transformó en odio visceral y en voluntad manifiesta de eliminar al rival político. No se aceptaba la alternancia política, que es la base de un régimen de libertades.
Cerré el libro poco antes de las 9 de la noche, puse la tele y en los informativos vi a Sánchez y a su corte de aduladores advertir seriamente sobre el riesgo que, al parecer, amenaza a nuestra democracia por el auge del fascismo. El contraste entre la realidad y la fantasía alimentada por el sanchismo es evidente. Hay tanta distancia como la que separa la versión oficial e idealizada de la Segunda República y lo que de verdad aconteció en aquellos años: control político de las instituciones, interpretación sesgada de la ley y la Constitución (¿a que también les suena?), violencia desatada, inacción gubernamental ante la quema de iglesias y conventos, recurso constante a los estados de excepción que recortaban derechos y libertades… Como epílogo no encuentro mejor colofón que otra frase extraída del libro comentado y que parece pensada para el tiempo presente y el Gobierno sanchista: «La tolerancia teórica puede devenir en sectarismo político».