Aquel viernes 1 de enero del año 1954 despertaba Madrid con un brusco descenso de la temperatura, acompañado de un inusitado viento glacial procedente de intensas nevadas en lugares cercanos como Burgos, Ávila o Segovia. La presencia de la ola de frío en toda la Península llegaba incluso al este y el sur del país. Allí, de manera sorprendente, pueblos como Alcoy o Linares eran testigos de la copiosa nieve que delataban sus termómetros bajo cero.
Sin embargo, en la capital, el bullicio de las fiestas de Nochevieja tras las habituales misas vespertinas de fin de año y la masiva concentración en la Puerta del Sol daban paso a una mañana soleada; con un cielo claro, despejado, lleno de esplendor. Los primeros rayos de sol se convertían en improvisada e inesperada fuente de calor de los valientes que salían a recibir el año o los más valientes que, a intempestivas horas, todavía andaban de regreso a casa despidiendo la noche anterior.
En el paseo matinal, con cero grados de temperatura, el corazón de la ciudad escuchaba atónito un sonido nuevo, el de la línea 14 de tranvías que nacía ese día para hacer el recorrido desde Cibeles hasta Cuatro Caminos por 60 céntimos. Y ese gélido amanecer fue su bautismo de fuego ante la continua bajada del mercurio y un sol radiante que mostraba su poder frente a la ausencia de nubes.
Y se iba haciendo la noche tras un día que, progresivamente, se fue diluyendo por efecto del frío y el cansancio acumulado. Y dieron las diez. Y la noche, si cabe, se tornó más oscura para encumbrar a la Muerte que, de paso por la calle Velázquez, detuvo su fría y penetrante mirada en la sede del Cuerpo de Mutilados del Ejército. Allí, en su hogar, quedó inerte el General Millán-Astray en presencia de doña Elvira, su esposa, y los tenientes coroneles Gadea, José y Alfredo, sobrinos carnales del Fundador de La Legión. El flechazo fue instantáneo y el hombre se convirtió en héroe en presencia de la irresistible Dama.
Aquel infante victorioso, digno de aquellos Viejos Tercios, moría humilde, como un austero franciscano. No quiso más. Sólo el reencuento con los suyos, con los otros héroes legionarios que, a sus órdenes, le precedieron en sus escarceos con la Muerte. Allí, a ese lecho de muerte, vinieron Valenzuela, Arredondo, Suceso Terreros. Allí, entre recuerdos de sus gestas, formaron su corte celestial y emprendieron la marcha tras la sombra mortal que guiaba su camino hacia lo más alto.
Días atrás, el General se había convertido en uno de los procuradores en Cortes más antiguos ya que, desde su fundación, había sido parte de la Cámara. Y tras las fiestas navideñas y la llegada de los Reyes Magos, España empezaba a recobrar la normalidad. De esta forma, el primer pleno del año se hacía eco del adiós de Millán-Astray a través de Esteban Bilbao, presidente de las Cortes, y estas sentidas palabras:
«Señores procuradores:
Si alguna vez se pudiera prescindir de una necrología, nunca lo desearía tanto como en la ocasión presente, en la que el recuerdo de él, encona más y más el dolor de su pérdida.
El General Millán-Astray no necesita póstuma alabanza. Su nombre y su historia eran harto populares y su figura, bien señalada por el heroísmo y por la desgracia para que fuese precisa tal nota necrológica, iría en contra, además, de la voluntad del finado, que, a la hora de morir, prefirió otra más silenciosa y unas humildes exequias.
Pero también es verdad que si el holocausto a la Patria requiriese, a modo de encarnación viva, un humano modelo, ninguno como aquel general maltrecho, insigne mutilado, que habiendo perdido la mitad de sus miembros, aún parecía conservar la otra mitad para ofrendarla en holocausto diario hasta su más completo sacrificio.
Desfigurado el rostro por horribles cicatrices, postizo uno de los ojos, tras el disimulo elegante del monóculo, amputado uno de los brazos, señalado el pecho por las balas, recuerdo más que persona, evocación más que recuerdo, el general Millán-Astray, era como un trasunto vivo de aquellos capitanes de nuestros gloriosos tercios, que al volver a sus lares desde las más lejanas tierras, cargados de laureles pero exhaustos de riquezas, ostentaban altivos, como el manco de Lepanto, sus gloriosas cicatrices, testimonio palpable de su orgullosa veteranía.»
El sábado 2 de enero de 1954, uno de los pequeños alcores de La Almudena se convertía en sepultura del Héroe de Filipinas, de Marruecos, del Fundador de La Legión. El eco de sus gestas contrastaba con las paladas de la fría tierra que caía sobre un féretro aposentado para la eternidad de un hombre y la mística de su Credo Legionario en presencia de unos rayos de sol invernal que sabían a beso póstumo y sueño eterno.
José Millán Astray
Presente.