Que nadie espere leer en las páginas de El rey que todo lo perdió un juicio sumarísimo contra el anterior jefe del Estado. Pero tampoco una de esas sonrojantes hagiografías que han proliferado durante décadas entre los cortesanos habituales que, en algunos casos, han sido los primeros en bajarse del barco cuando los días de vino y rosas llegaban al ocaso. Esta costumbre españolísima, por cierto, también la sufrió el abuelo del protagonista, Alfonso XIII, una mañana de primavera en que ni un solo alabardero salió en defensa de la corona.
José María Blanco Corredoira (escritor, abogado, flamenco, taurino… todo un personaje matritense) desnuda algunos de los mitos de la transición elevados a los altares democráticos que consolidó el 23-F. Hablamos de la cesión del Sáhara y la creciente influencia marroquí, la amnistía que liberó a casi 200 terroristas de ETA, el consenso, la reconciliación, el ‘café para todos’ del sistema autonómico, Adolfo Suárez y, por supuesto, de Juan Carlos I, al que presume de tratar con respeto y precisión. Y justicia, añadimos.
¿Qué es lo que ha perdido Juan Carlos I?
El rey ha perdido lo más importante: el cariño que le profesaban los españoles. También ha perdido parte de su capital que le dio a la falsa princesa. Las grabaciones de Villarejo y lo que revela la falsa princesa, la descarada rubia profesional, tienen una carga de profundidad tremenda: que el rey le haya dado 65 millones de euros más unos terrenos en Marrakech es algo que la sociedad española no puede admitir. Por si fuera poco, el rey también ha perdido la corona y a una parte de su familia.
En el libro refuta distintos mitos como que la reconciliación es un producto exclusivo de la transición. Usted lo sitúa en el final del franquismo.
La transición ya se proyecta desde el régimen de Franco con un primer decreto, el de 1969, de prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al final de la guerra civil. Es un decreto que se promulga unos meses antes de la designación de don Juan Carlos como sucesor a la Jefatura de Estado. Ahí es donde se empieza a perfilar un camino de reconciliación que ya existía en la sociedad española.
El reinado de Juan Carlos I se inaugura con dos amnistías: la de 1976 y la del 77, que deja en libertad a 158 terroristas de ETA, algunos de ellos con delitos de sangre, como los autores del atentado de la cafetería Rolando o el magnicidio de Carrero Blanco.
Cuando don Juan Carlos accede al trono hay un indulto general de muy amplia repercusión y cuando se produce el nombramiento de Suárez hay un primer decreto de amnistía que no alcanza a los delitos de sangre, pero sí a todos los que estaban perseguidos por pertenencia a banda armada o tenencia ilícita de armas. Es decir, quedaron libres todos los que escaparon a Francia por pertenecer a ETA y que no se podía concluir que fueran autores materiales de delitos con resultado de sangre. Como aquello no resultó suficiente para lo que ETA y el PNV querían, en marzo del 77 hay un decreto que amplía la amnistía y, finalmente, en octubre del 77 hay una ley de amnistía que alcanza cualquier tipo de delitos. El ministro de la Gobernación, Rodolfo Martín Villa, reconoce en sus memorias que esa ley se hizo con la intención de pacificar el País Vasco y desarmar a ETA, pues el PNV de Arzalluz le había convencido de que así acabarían con la banda.
Sin embargo…
Fue justo al revés, porque ETA, desarticulada a raíz de la ‘operación Lobo’, es cuando coge aire y empieza a matar a mansalva. De los 850 asesinatos de ETA, 800 se producen a raíz de la amnistía. Y el Estado renuncia a perseguir todos los delitos cometidos con anterioridad al 15 de junio del 77, que es la fecha de las primeras elecciones generales.
Es curioso, pero las amnistías, de algún modo, determinan el reinado de Juan Carlos I y ahora, como vemos, el de Felipe VI.
En las dos amnistías hay una claudicación del Estado frente a la sugestión de la izquierda y el separatismo, que se aprovecharon de un hombre débil, moralmente débil, como era Suárez, que arrastraba un gran complejo con la izquierda por haber sido franquista y otro complejo (con la clase dirigente franquista) por su eminente falta de preparación.
Claro que la amnistía que firmó Felipe VI es diferente a la de su padre.
No tiene nada que ver, en este caso la amnistía se aprueba para que un gobierno criminal permanezca en el poder y consuma su mayor felonía, que es la de amnistiar a los delincuentes para conseguir de ellos su voto en el Congreso de Diputados. O sea, que las circunstancias son distintas pero la claudicación es la misma.
Franco está ingresado en el hospital de La Paz y le quedan unas semanas de vida y Hassan II, con un gran sentido de la oportunidad, inicia la Marcha Verde. De pronto, el príncipe Juan Carlos asume la Jefatura del Estado y afronta una grave crisis. ¿La cesión del Sáhara explica la dependencia tan grande que luego han tenido el PSOE, Sánchez y, en general, la clase política española con Marruecos y su rey Mohamed VI?
Don Juan Carlos justificó aquella cesión diciendo que no podía hacer otra cosa frente a un ejército de mujeres, niños y ancianos que invaden el Sáhara. Ese argumento no se sostiene, es completamente inasumible, porque eso significaría admitir que hay un nuevo arte de la guerra: invadir una nación con mujeres, niños y ancianos. España tenía todos los recursos y un ejército mucho más poderoso que el de Marruecos y podría haber repelido esa Marcha Verde, no matando a las mujeres y niños, sino confinándoles. Aquella cesión fue una claudicación vergonzosa. España no tendría que haber consentido esa coacción.
Destaca el viaje a Estados Unidos de un hombre de la máxima confianza del rey, Manuel Prado y Colon de Carvajal, que se entrevista con el secretario de Estado, Henry Kissinger, y se le escapa que España no iba a hacer nada ante el desafío marroquí.
Manuel Prado Colón de Carvajal, que luego se convertiría en el testaferro y comisionista del rey, se entrevista dos veces con Kissinger y demuestra que no tiene las condiciones para ser embajador de España. La única facultad que tiene es que habla bien inglés, pero demuestra una gran torpeza hasta el punto que Kissinger le advierte de forma vehemente que España no debería correr tanto en la línea de reformas que proponía. En el caso del Sáhara, Estados Unidos estaba más del lado marroquí, pero España podría haber actuado de otra manera.
Después de la visita de Nixon en 1970, Franco recibe al general norteamericano Vernon Walters y le dice una frase que ha pasado a la historia: “Mi gran legado no es esa cruz del Valle, sino la clase media”. Si el gran legado de Franco fue la clase media. ¿Cuál es el de Juan Carlos I?
A don Juan Carlos no se le puede negar el pan y la sal por mucho que el tiempo esté siendo cruel con él y esté poniendo de manifiesto las muchas hipotecas que contrajo desde el principio. Por ejemplo, con esa vida privada, licenciosa y cogiendo dinero por aquí y por allí. Los aciertos de don Juan Carlos fueron apoyarse en Torcuato Fernández Miranda, aunque luego él se equivocaría eligiendo a Suárez, y mantener a Arias Navarro. Don Juan Carlos quiere conducir a España hacia una monarquía parlamentaria, lo que ya Franco tenía más o menos asumido, y por eso Franco lo último que le dice es “por favor, alteza, lo único que le pido es que mantenga la unidad de España”.
¿Qué pasa después?
Lo que no tenía que haber consentido y creo que su padre, don Juan, no hubiera permitido, es la temeraria cesión ante los nacionalistas y la izquierda. Suárez empezó a volar por su cuenta a partir de la aprobación del referéndum sobre la ley para la Reforma Política y se apoyó en la izquierda en vez de hacerlo en Fraga, que era quien le daba la mayoría absoluta.
¿En la cabeza de Juan Carlos I siempre estuvo la idea de la ruptura aunque él jurara los principios del movimiento?
Vamos a ver, si entendemos por ruptura la evolución hacia una monarquía liberal parlamentaria, sí. En su cabeza siempre estuvo una ruptura, pero es lógico. Es decir, don Juan Carlos es un hombre nacido en 1938 y Franco en 1892, hay un mundo. Don Juan Carlos no ha vivido la guerra y llega aquí en 1948. Sus circunstancias son distintas. Sus amigos son todos aristócratas ricos con los que se cría en las Jarillas. Él, lógicamente, está pensando en los términos de don Juan y de los hombres que están en Estoril, como los Saboya. Ellos miran con cierta nostalgia a las monarquías europeas (Bélgica, Holanda, Noruega, Suecia o Reino Unido) con las que están emparentados. Lógicamente don Juan Carlos quiere ir hacia una monarquía como la de sus primos.
Suárez no sale muy bien parado de su libro, de él dice que es “un luchador por abrirse camino en el único oficio de la política”.
Sí, él se definió como un chusquero la política y sabía de la dificultad con la que había ido accediendo. No olvidemos que Suárez tuvo que ascender a todos los cargos en la administración del Estado peldaño a peldaño. No se saltó ninguno. Pasó por el de director general, procurador en Cortes, subsecretario, consejero nacional, vicesecretario general del Movimiento, ministro y luego presidente. Le costó mucho, porque él sabía que estaba rivalizando con gente mucho más preparada que él, pero se supo ganar a la gente del círculo más íntimo de Franco, como a Carrero Blanco y Camilo Alonso Vega y más tarde a don Juan Carlos. En el libro contamos cuando estuvo en RTVE, cortejando a unos y a otros, y a las señoras, por supuesto, porque era un hombre elegante y un galante uomo, como dicen en Italia.
La frase de Rodolfo Martín Villa es muy esclarecedora: “El rey fue el empresario, Torcuato el guionista y Suárez, el actor”.
Sí, totalmente de acuerdo. Los máximos artífices son el rey y Torcuato. Lo que pasa es que ellos se dan cuenta muy pronto de que el actor empieza a volar por su cuenta y no obedece al guion.
¿Por qué no lo hace?
Porque en el año 77, que es cuando todo cambia y todo se tuerce, decide legalizar al Partido Comunista a su manera, no a la manera que hubiera querido el rey, que era el primer partidario de la legalización del Partido Comunista.
Por lo tanto, ni el rey ni Torcuato querían que Adolfo Suárez se presentara a las elecciones.
En ningún caso a las del 77, menos aún a las del 79. Ahí se fue ganando la animadversión de unos y otros. Pero en el 77, el que había sido árbitro, que era Suárez, no se tenía que haber presentado. Tanto es así que ningún miembro del Gobierno pudo presentarse a las elecciones del 77, de modo que la UCD se montó como partido político tras la legalización del Partido Comunista. Se improvisó el partido y hoy ya sabemos que con dinero árabe del rey emérito.
Después de la transición los protagonistas son claramente el PSOE y el rey. ¿En qué medida Juan Carlos I ha alimentado el mito del PSOE?
En un primer momento, el rey prefiere a la UCD. Era su preferencia natural. Pero la UCD decae y se disuelve como un azucarillo. Entonces el rey se encuentra con el PSOE, un partido diseñado ex novo por los alemanes. Ese partido ‘nuevo’ cuando llega al poder conoce los secretos de las hipotecas y las trampas del rey: las comisiones, los amores y hasta los chantajes que ha sufrido. Entonces, el rey, que es esclavo y prisionero de sus trampas, prefiere a un PSOE consentidor que a un Aznar que era más crítico.
¿Entonces el PSOE no es culpable?
Aquí nadie se libra de culpas. El PSOE es culpable. ¿En qué sentido? En que es el que inocula en la Constitución el concepto de las nacionalidades; e impone sus condiciones en un tándem entre Abril Martorell y Alfonso Guerra. Es decir, UCD y PSOE, que impone una visión maximalista porque cree en el derecho a la autodeterminación de los pueblos.
Luego está la fascinación del rey con Santiago Carrillo.
Reproduzco la frase de Ricardo de la Cierva: “A muchos nos entristece, no la idea que tiene el rey de la reconciliación en la que estamos todos, sino ese desbordamiento de la amistad con Santiago Carrillo”, que había sido el responsable de orden público de la Junta de Defensa de Madrid en noviembre de 1936, que es cuando se asesinan en Madrid a miles de inocentes en Paracuellos. Por lo tanto, si el decreto de 1969 perdonaba cualquier crimen cometido durante la guerra, lo que no cabe es una rehabilitación moral y política de un personaje que tenía sus manos manchadas de sangre o, al menos, una responsabilidad política, por lo que políticamente debía estar inhabilitado. La fascinación de Juan Carlos ni la entiende Ricardo de la Cierva, ni la entiende José Luis de Vilallonga. ¿Por qué el rey manda tantos emisarios a Bucarest, como a Manuel Prado Colón de Carvajal o al general Díaz Alegría? O a Nicolás Franco Pascual, su amigo de la infancia de Estoril, a París a hablar con Carrillo. ¿Por qué tanto interés en rehabilitar a Carrillo y legalizar al PCE? Yo no lo entiendo.
Habla del mito del consenso y la nueva partitocracia. El primero que denuncia el sistema autonómico es Tarradellas.
La ‘santa transición’, como decía Umbral, que nos han contado es un mito troncal adornado con varias ramas coadyuvantes. Una de ellas es el consenso que, explicado por Emilio Romero o Torcuato Fernández Miranda cuando ya da el portazo de salida, es gobernar con el permiso de la izquierda cuando tenía la mayoría natural, en expresión de Fraga, a su alcance. Es como si ahora Feijóo, en vez de apoyarse en VOX, se apoya en el PSOE. Eso es lo que hizo Suárez y a eso se le llamó consenso. Y no había discurso en el que no se dijera la palabra consenso diez veces hasta la extenuación.
Volvamos a Tarradellas.
En aquella época había regiones en las que los partidarios de las autonomías cabían todos en un autobús. Suárez acaba cediendo con la fórmula del ‘café para todos’ que supone este modelo disparatado de 17 miniestados, 17 gobiernos y 17 parlamentos. Todo ello provoca que Tarradellas, que es un hombre prudente, se pregunte cómo se va a financiar todo eso y a dónde va a conducir a España.
Más mitos: el 23 de febrero del 81. ¿Cuál es el papel del rey Juan Carlos? ¿Estaba en el ajo?
La tesis que me parece más sólida es la de Jesús Palacios, que apunta a que es un golpe del CESID, no un golpe militar. Los militares se quedan esperando a que el rey diga algo. En segundo lugar, es el CESID el que controla a los elementos proclives a un alzamiento. El libro recoge el plan del CESID que luego se llamó la ‘solución Armada’ o un ‘golpe de timón’ en palabras de Tarradellas, es decir, un Gobierno de concentración nacional. Lo que es evidente es que el golpe es de Armada con el CESID y ellos son los que controlan a los Tejeros y Milans. En un principio, Sabino Fernández Campo ordena a Armada no salir del Palacio de Buenavista, donde está como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Armada contaba con dirigir la operación desde la Zarzuela y llegar pronto al Congreso para formar ese Gobierno de concentración nacional. El rey deja hacer, pues podría haber salido a parar el golpe en la radio, pero prefiere esperar siete horas y a las 12 de la noche autoriza a Armada a intentar arrancar del Congreso ese gobierno de concentración. O sea, que el rey esperó hasta el último momento para ver si ese gobierno de concentración nacional era posible.
¿Lo que viene después del 23-F es el reforzamiento del régimen? El PSOE logra la histórica mayoría en 1982, el Ejército es liquidado y usted escribe que es el inicio de la ‘dolce vita’ de don Juan Carlos.
El resultado del 23-F es la elevación a los altares de don Juan Carlos y que el Ejército arrastre una culpa que no le corresponde, por ello queda diluido, completamente escondido y ya ni viste uniforme en la calle, de tal modo que ni la sociedad civil sabe lo que es el Ejército y así ha permanecido hasta la algarada de Paiporta. Esa es una consecuencia del 23-F. La otra, como decimos, es la canonización de don Juan Carlos, que ya se siente con licencia para hacer lo que dé la gana (en cierto modo lo venía haciendo desde 1976), pero a partir de entonces ya no atiende a razones. Son palabras de Sabino Fernández Campo. A partir de entonces, el rey inicia la ‘dolce vita’ y la vida licenciosa que ha hipotecado todavía más el devenir de España, porque los enemigos de España, entre ellos los separatistas, tenían sujeto y prisionero al rey, a nuestro jefe de Estado.