Para no dividir sólo hay que saber sumar y restar y un poquito, multiplicar.
Al aproximarse las fechas en que somos convocados a introducir unos papelitos en la ranura de las urnas, es frecuente que se hable de distintas clases de votos. Si se les adosa un calificativo, por regla general se manejan dos: útiles e inútiles. El voto de cada cual –salvo quizá en las juntas de copropietarios de viviendas- es siempre inútil; no así desde luego la suma de los que se emiten por colectivos integrados por personas que tienen una relativa afinidad ideológica o pragmática. Sin embargo, si nos atenemos a la experiencia pretérita, o más o menos reciente, se constata que puede haber además otra categoría, que siempre que ha tomado cuerpo ha provocado consecuencias nefastas, en mayor o menor grado. Me refiero a los que me atrevo a bautizar como “contraútiles”, los que provocan unas consecuencias opuestas a las pretendidas o ayudan a ello. Me temo que esto lo tengamos a la vuelta de la esquina pues queda muy poco tiempo para evitarlo y además su logro se presenta como algo muy difícil. Pese a todo, hay que preconizar que se vote racionalmente, esto es, sin dejarse llevar por sentimientos o aspectos de carácter emotivo, porque debe primar el pragmatismo y además ni ahora ni antes es fácil encontrar político alguno capaz de generar algo parecido al entusiasmo.
Pasando -según se atribuye a Lope- “de las musas al teatro”, nos encontramos ante un panorama en el cual la partida se va a jugar sólo entre dos: el eximio doctor y “otro”; nadie más. Los restantes quizá puedan enredar pero no intervenir auténticamente en ella. Creo que no es difícil señalar quién es “el otro”, aunque admito que decir esto implica emitir un juicio, respecto del cual se puede discrepar. No importa, es evidente que todo lo que no sea apoyar al “otro” es contribuir a llevar en palmitas al laureado doctor a seguir disfrutando de un palacio, de un “avioncito”, para asistir a bodas y fiestecillas y cosas parecidas. Pero esto no pasa de ser anecdótico. Hay cuestiones muchísimo más graves y trascendentes, como todo el mundo sabe, incluso los que continuarían beneficiándose de su modo de proceder.
Javier Ramos Gascón
P.S. Deliberadamente he dejado para el final el tema de los números, porque quizá sea aún más aburrido. En España hay 52 circunscripciones: las 50 provincias más Ceuta y Melilla. En cada una de estas últimas sólo se elige un diputado. En una provincia 2 y en 23 entre 3 y 5. Todas ellas suman 27, o sea algo más de la mitad. En las elecciones de 2016, prácticamente en cada una de ellas los escaños se distribuyeron entre el P.P. y el P.S. obteniendo el P.P. 1 ó 2 escaños más que su contrincante. Algo parecido ocurrió en anteriores comicios. Me parece poco discutible que si ahora se fragmenta el voto que antaño se inclinó por el P.P. se restan escaños a éste y se traspasan al P.S. (en la actualidad, léase P. Sánchez) y su efecto se multiplica por 2, el que se resta del primero y el que se suma al segundo. No muy diferente es lo previsible en aquellas circunscripciones en las que se eligen 6 o 7 diputados, que son 11 más. En las restantes, aunque sea en menor medida, también se produciría el mismo efecto negativo, consustancial a la mencionada fragmentación.