Me cuesta decir esto, pero es la dolorosa verdad, el régimen de Franco acabó en el momento que el Caudillo no detectó que, cuando ya se acercaba el final de su mandato, se conspiraba dentro y fuera del Movimiento, dentro y fuera de España. Parece mentira que a un hombre de su inteligencia y su conocimiento del pueblo que gobernaba le engañaran. Primero le traicionó su instinto monárquico, y luego esa relación incomprensible con el conspirador, Juan de Borbón trayéndose a su hijo Juan Carlos y tras unos años de formación dejarle una España modélica para continuar su gigantesca obra.
Hasta el asesinato de Carrero y con un Franco muy anciano, se podía tener la posibilidad de una continuidad del régimen sin demasiados sobresaltos, pero tras el terrible atentado, algún día se sabrá quienes lo organizaron, todo parecía acabado. El régimen en ese momento también «voló» con el coche del presidente del gobierno. De nada sirvió, y muchos lo sabíamos, que el futuro rey elegido como continuador de la obra del Generalísimo jurará los principios y leyes del Estado porque perjuró y engañó a quien le dejaba una obra magna, con una inocencia que cuesta asimilar en un hombre que gobernó sin medias tintas ni vacilaciones un barco tanto en mares encrespados como en aguas tranquilas.
Lo que vino como consecuencia de este acto, repito, incomprensible, fue una apertura con el regreso de partidos que volvían con el ímpetu del crimen disimulado después de cuarenta años desaparecidos y marginados. El perjuro rey Borbón modificó los fundamentos de una política modélica por una serie de vergonzosos cambios que desde la, mal llamada, reforma política toleró el asentamiento de partidos de toda condición, hasta incluso firmar la legalización al PCE en plena Semana Santa. Luego vendrían las elecciones generales, ganadas por el canalla de Suárez y como había que dinamitar todo lo construido se sentaron toda la podredumbre política alrededor de una mesa para inventarse una constitución que incluía la muerte de la unidad de la patria troceando nuestro territorio en 17 reinos de taifas que ellos acordaron llamar autonomías.
Gracias a esta visión poco clara del Caudillo, en vez de haber dejado para cuando él faltara, como poco, una junta de generales leales, y tenía muchos, optó por dejar en su lugar lo que él creía iba a ser una monarquía continuadora de su obra. Tenemos una nación destruida por unos políticos separadores que, entre otras muchas cosas, enfrentan, es un ejemplo, a una ciudadanía que vive en un lugar concreto contra las gentes de la provincia limítrofe.
Las autonomías han enardecido a aquellos partidos separatistas, y en muchas provincias que juegan contra España exigen a través de sus lenguas una diferenciación del resto. Euskadi, País Vasco, Catalunya, son tres ejemplos de lo que han conseguido desterrando sus nombres reales: Vascongadas y región catalana. Parece una tontería, pero no lo es cuando se desprecia el idioma general por estos idiomas locales utilizándoles como armas que dispararon, no hace mucho, balas que mataban inocentes y ahora consiguen que su odio sea tolerado y recompensado con puestos incluso en la gobernabilidad de la nación.
Creía conocer al pueblo español, pero no se dio cuenta cuando llenaba la Plaza de Oriente, por ejemplo, con miles de personas que le aclamaban, sintiéndose satisfecho porque ya al final de su ejemplar vida al servicio de la patria, notaba el calor de su gente y el agradecimiento del pueblo por su obra, que esa euforia de las masas era mentira, porque esos que le vitoreaban eran descendientes, cuando no los mismos, que gritaban puño en alto aquello de «no pasarán», hasta que pasaron y entonces sin rubor y con mucha cobardía alzaron sus brazos y cambiaron un gesto de odio por una mano abierta para saludar al vencedor.
Al final le engañó casi todo su entorno y los españoles de bien que le añoramos lo estamos pagando muy caro. Lo de «todo está atado y bien atado» en la actualidad suena, como poco, a surrealismo doloroso.