En la tradición litúrgica católica muchas festividades importantes y otras que no lo son tanto suelen tener su víspera y su octava o prolongación por ocho días, a imitación judía, de las fiestas correspondientes. Son los días, llamados “de feria” en que, al no existir textos propios, se repetía entre semana la misa de la fiesta en cuestión, como la Epifanía, Pentecostés o el Corpus Christi…
Igualmente muchas fiestas tenían su víspera, cuyo simbolismo ha de buscarse en la “Liturgia de las Horas” y concretamente en las denominadas Laudes y Vísperas, evocadoras de los dos aspectos esenciales del misterio pascual: «Por la tarde el Señor está en la cruz, por la mañana resucita… Por la tarde yo narro los sufrimientos que padeció en su muerte; por la mañana anuncio la vida de Él, que resucita» (San Agustín, Expositio in Psalmum XXVI).
Si, antiguamente, después de la puesta del sol, al encenderse los hogares, se producía un ambiente de alegría en las casas, es comprensible que esto pasara a la comunidad cristiana que, cuando encendía la lámpara al caer la tarde, invocaba con gratitud el don de la luz espiritual. Se trataba del «lucernario», es decir, el encendido ritual de la lámpara, cuya llama es símbolo de Cristo: Sol sin ocaso.
Inspirándose en el simbolismo de la luz, la oración de las Vísperas se ha desarrollado como sacrificio vespertino de alabanza y acción de gracias por el don de la luz física y espiritual, y por los demás dones de la creación y la redención. San Cipriano escribe: “Al caer el sol y morir el día, se debe necesariamente orar de nuevo. En efecto, ya que Cristo es el sol verdadero, al ocaso del sol y del día de este mundo oramos y pedimos que venga de nuevo sobre nosotros la luz e invocamos la venida de Cristo, que nos traerá la gracia de la luz eterna” (De oratione dominica, 35).
Sin embargo nada hay que no pueda corromperse y degenerar a extremos ridículos o devenir absurdos espantajos como el inminente “halloween”. Así, etimológicamente, “Halloween” significa «All hallow’s eve», palabra que proviene del inglés antiguo, y que significa «noche o víspera de todos los santos», ya que se refiere a la noche del 31 de octubre, víspera de la Fiesta de Todos los Santos. Sin embargo, a la antigua costumbre anglosajona fue difundida en el Nuevo Mundo por emigrantes irlandeses que la introdujeron en los Estados Unidos, donde llegó a ser una parte del folklore popular a la que se fueron sumando otras supersticiones y elementos paganos tomados de los diferentes grupos de inmigrantes hasta llegar a incluir la creencia en brujas, fantasmas, duendes, Drácula y monstruos de toda especie. Y, desde los Estados Unidos, esto se ha propagado por todo el mundo gracias a las pantomimas hollywoodenses que tan fácil se asimilan por una sociedad y juventud que, como las actuales, reniegan de sus valores y desprecian su cultura, perdiendo su radical sentido religioso para celebrar en su lugar la noche del terror, de las brujas, los fantasmas y toda una variopinta caterva de engendros más o menos monstruosos.
Hoy cabría, hacer una cierta crítica del esperpento de los disfraces y cuestionar y hasta ridiculizar la necesidad de recurrir a anticuados príncipes valacos, como Vlad Drăculea (1431–1476), más conocido como Vlad el Empalador, las momias egipcias, el mito del licantropismo, y otras criaturas de la novela gótica, si por nuestras calles campean otros monstruos de carne y hueso como los profesionales sanitarios y otros trabajadores de esa mafia que, en muy diversos establecimientos, vertebra por la geografía de España toda la lucrativa, horrenda y nada jocosa “Munsters Family” del abominable crimen del aborto.
Así, el Halloween marca un retorno al antiguo paganismo, porque este rito se inició con los celtas, antiguos pobladores de Europa Oriental, Occidental y parte de Asia Menor, cuyos druidas, sacerdotes paganos adoradores de los árboles y creyentes en la herética metempsicosis, sostenían que, si bien las almas se introducían en otro individuo al abandonar el cuerpo, el 31 de octubre volvían a su antiguo hogar a pedir comida a sus moradores, quienes estaban obligados a hacer provisión para ella. Esto guarda, a su vez, coherencia con el calendario celta, porque el año céltico concluía en esta fecha que coincide con el otoño, cuya característica principal es la caída de las hojas. Para ellos significaba el fin de la muerte o iniciación de una nueva vida. Esta enseñanza se propagó a través de los años juntamente con la adoración a su dios el «señor de la muerte», o «Samagin», a quien en este mismo día invocaban para consultarle sobre el futuro, salud, prosperidad, muerte, entre otras cuestiones. Y como la cristianización céltica no fue completa, esta coincidencia cronológica de la fiesta pagana con la fiesta cristiana de Todos los Santos y la de los difuntos, que es el día siguiente, hizo que se mezclara y, en vez de recordar los buenos ejemplos de los santos y orar por los antepasados, se aterraban ante las antiguas supersticiones sobre la muerte y los difuntos.
A estos mismos orígenes de superstición e ignorancia debe remontarse la dichosa calabaza que ahora atiborra cualquier escaparate y establecimiento, sea como adorno o mercadería. El hecho de que niños y no tan niños vayan de casa en casa niños se disfracen y vayan -con una vela introducida en una calabaza vaciada en la que se hacen incisiones para formar una calavera- berreando de casa en casa eso de Cuando «trick or treat» (broma o regalo), tiene su origen en otra antigua leyenda irlandesa que narra como la calabaza iluminada sería la cara de un tal Jack O’Lantern que, en la noche de Todos los Santos, invitó al diablo a beber en su casa, fingiéndose un buen cristiano. Como era un hombre disoluto, acabó en el infierno.
Esto da fundamento para no pocas consideraciones literarias ulteriores, porque, si reparamos adecuadamente, de dicho sacrílego convite a la tradición del mito de Don Juan, sus ecos del histórico de Miguel Mañara, y la evolución al Convidado de Piedra, ferazmente y universalmente recogido en la literatura propia de estas fechas el paso no sería tan grande.