Libertad Digital y la Hemeroteca del Buitre se hacen eco del fallecimiento de Julio Merino
e cuentan que ha muerto Julio Merino, un periodista de la vieja escuela, tenaz, raposo, apasionado, rondando los 85 años, en el Hospital Cruz Roja de Córdoba, por culpa de una insuficiencia respiratoria. Estudió Magisterio, pero su vocación hervía en las redacciones de los periódicos: ejerció en el Arriba y en el Diario SP; fue la mano derecha de Emilio Romero en el vespertino Pueblo, esa corte de los milagros en la que forjaron su leyenda Raúl del Pozo, Arturo Pérez-Reverte, Raúl Cancio, José María García, José María Carrascal o José Luis Balbín, entre tantos otros primeros espadas del gremio nuestro; dirigió la agencia Pyresa, El Imparcial y el Diario de Barcelona, amén del semanario El Heraldo Español, del que fue fundador; formó parte del equipo de Butano en la Cope y en Onda Cero y, finalmente, colaboró en algunos digitales. Escribió, entre novelas, ensayos y obras de teatro, más de cien obras. Fue galardonado con el Premio Nacional de Teatro, el Nacional de Ensayo o el Juan Valera. Era de extrema derecha. Quizá por ello ningún periódico nacional se ha hecho eco de su embarque en el crucero de Caronte. Y me da mucha pena, la verdad.
Merino, fumador con galones, de los de la liga de Sabina, pasó los últimos años de su vida conectado a una máquina de oxígeno por culpa de un estigma permanente que le dejó la covid-19. Fue la diestra de Romero en Pueblo entre 1969 y 1975 y, por ende, uno de los principales responsables del enorme éxito del periódico de los sindicatos verticales. Su testimonio fue indispensable en la elaboración de Nido de piratas (Debate, 2023). Siempre le agradeceré sus audiencias, tanto personales como telefónicas, y el interés que mostró por la gestación y el porvenir de mi libro.
Merino era el último subdirector de Pueblo que quedaba con vida y, en su casa de Córdoba, me transmitió su fervor por el oficio y me ofreció un bufé de nombres, fechas y acontecimientos claves para entender mejor la historia y el funcionamiento de aquel fabuloso diario que tenía como lema, según Miguel Ors, «Sorprender al lector y desazonar a la competencia«. Recupero, a modo de homenaje, dos de las anécdotas más divertidas que me contó el periodista de Nueva Carteya.
Me decía Julio Merino:
Había cosas que no habían sucedido, pero las tenías que dar. Y eso era una obra de arte. Por ejemplo: había empezado la guerra del Yom Kippur entre Israel y Egipto. Al principio, Israel siempre iba ganando pero, en uno de esos días, Egipto le pegó una paliza a Israel. Yo tenía de redactor jefe al que, para mí, ha sido el periodista más completo de todos los que he conocido: Fernando Latorre. (…) Fernando montó en mi despacho un mapa de la zona y, con chinchetas de colores, iba marcando dónde estaban las unidades de combate, brigadas, divisiones, etcétera. Llevaban cuatro días de guerra, iba perdiendo Israel y dijo Fernando: ‘Esto no puede ser. Como les cojan aquí, se les meten en casa todas las milicias. Tienen que atacar por el sur, y seguro que atacan por aquí y por allá’. Entonces, titulamos: ‘Israel ataca a Egipto por el sur y conquista la zona tal’. No había ocurrido. Era un disparate, una locura. Con esa portada subí a despachar con el director (Romero). Cuando lo vio, se sorprendió y me preguntó: ‘Coño, ¿esto cuándo ha sido?’. ‘Esto… no ha sido: va a ser’. ‘¡Tú estás loco! Mira, te lo voy a aceptar, pero como no se produzca, ¡ni vengas: quedas despedido! Ahora, si se produce, te hago un monumento’. Pues se produjo.
En otra ocasión, Merino acompañó a Romero al Hotel Palace, donde cenó con, entre otros, Sophia Loren. La actriz preguntó a los comensales si alguno conocía «La casada infiel», el poema de Lorca, y el cordobés, que se lo sabía con licencias, se lo recitó. Entonces,
termina la cena y, en la salida, ante los ascensores, se despide de don Emilio, me voy a despedir yo de ella y me dice: ‘No, no, usted se viene conmigo‘. Miro a don Emilio, y don Emilio encogió los hombros. Y subo con doña Sophia en el ascensor. Estaba alojada en la suite. Abre, entramos, se quita los zapatos lanzándolos por el aire, da un salto y se tumba en la cama, con el vestido rojo. Yo, imagínate… Y me pide otra vez que le repita ‘La casada infiel’. A lo mejor, con mis años de ahora, hubiera actuado de forma diferente, porque fui un gilipollas. Le recité todo lo que había que recitarle. La tía da otro salto y me dice: ‘Bueno, amigo mío, por esta noche tengo bastante. Adiós.
Dios tenga en su gloria a este soberbio periodista.