Entrevista a Carlos Díaz autor del próximo libro de SND Editores
Carlos Díaz: “España es un cementerio, aquí ya no se puede hacer nada. Encuentro ridículo ese odio a Dios por parte de quienes no creen en él”
—Empecemos por el principio: su padre era un maestro rural vinculado al Instituto Libre de Enseñanza y a las Misiones Pedagógicas, un republicano que fue represaliado tras la guerra. ¿Cuánto le influyó en lo que ha llegado a ser?
—Mi padre era de un pueblo de Toledo, y las personas del Toledo rural no son prodigios de ninguna rareza. Son apegaditos a la tierra, y él era el único que estudió en su familia. Yo creo que no se manifestó nunca en el fondo como era. La coyuntura de la guerra y tal, pero después… sufrió tanto que yo no hablé mucho con él después. Era un hombre callado, como tantos otros españoles
—¿Ese silencio que impuso la guerra?
—Ese silencio que impuso la guerra y que ha sido universal en España. De hecho, ¿dónde están los millones de anarquistas? De aquellos abuelos, que hoy serían bisabuelos, hoy sus biznietos no saben nada. Se han muerto en vida ellos mismos, o se han asustado o se han ido al extranjero o los han matado. Esto es un cementerio. España es un cementerio, y sobre todo un cementerio interior, por ese autoexilio, mezcla de cobardía y de impotencia. Aquí ya no se puede hacer nada. No tengo inconveniente en decir que mi padre pertenece a esa generación de difuntos. A él le gustaba muchísimo el trato con personajes republicanos, y llegó a conocer a algunos importantes. Andaba por ahí como un maestro inquieto. No mucho más… Se cebaron con él, a bofetadas, e incluso lo iban a matar después de la guerra. El temor ha matado a mucha gente, y por eso este país es diferente. Aquí paso algo muy serio. La Guerra Civil Española no fue cualquier guerra, no fue una guerra interior solamente. Aquí se jugó el destino de Europa. España fue para los europeos el último intento de hacer un gobierno y una política radical, de izquierdas, popular. Aquí vinieron todos a matar y a dejarse matar: grandes personajes, grandes escritores. Porque era una revolución dentro de la guerra. Lo que murió no fueron solamente las personas, murieron también las ideas, la revolución. Y luego ya… yo no he conocido una genealogía del anarquismo, por ejemplo. Los que hemos salido anarquistas es un poco por generación espontánea. Sí ha habido hijos de comunistas y del PSOE, gente de menor cuantía cultural y política, pero radicales transidos por una urgencia revolucionaria, no ha habido.
—Pero su padre era un moderado, ¿no? Un republicano liberal…
—Sí, sí, eso era mi padre. Yo no me he atrevido nunca a hablar con mi padre, qué curioso. Él leía el ABC, porque tenía muy buenos columnistas, José María Pemán y todos esos.
—¿Era religioso?
—Sí, pero socialmente. No tenía ninguna inquietud religiosa, no iba a misa, no estaba formado, no le interesaba. Mi madre sí.
—¿Su madre era más piadosa?
—Mi madre tenía una religión a machamartillo, de martillo de herejes. Yo siempre me he preguntado cómo dos maestros tan distintos pudieron unirse.
—Además entiendo que sus familias serían de bandos opuestos en la guerra, ¿es así?
—La familia de mi padre era terruñista, era el riquillo del pueblo. La de mi madre no, era de emigrantes. Mi cuarto apellido es Bonnemaison, de franceses. Estos vinieron aquí para trabajar antes de la guerra, y mi abuelo hacía vidrieras de las catedrales. Era mano de obra muy cualificada de un oficio artesano. Pero no tengo yo ninguna ascendencia intelectual en la familia.
—Nació en un pueblo de Cuenca porque su padre estaba allí desterrado
—Sí. Yo he estado dos o tres veces en mi pueblo, por nostalgia torera. Aquello es Canalejas del Arroyo, y tendrá unas 200 personas. No hay nada, más que miseria. Pero mis padres fueron muy currantes y se mataron por darnos estudios a los hijos, eso merece mi homenaje. Y todos estudiamos carreras, incluso fuera de Madrid, por los ahorros de mis padres que daban clase en una academia después del instituto. Pero vamos, yo de mi familia me considero huérfano: de madre, de padre, de hermanos… y huérfano social, político, huérfano cultural y hasta huérfano religioso. Porque entre la religiosidad de mi madre y la mía no hay nada, muy poco en común. Soy un hombre hecho a sí mismo.
—¿No cree que, de algún modo, es usted fruto de la suma del izquierdismo de su padre y la religiosidad de su madre?
—Lo que en todos nosotros tuvo que pesar fue el nacionalcatolicismo de Franco. Yo tuve un catolicismo muy traumático, y que me ha marcado muy negativamente durante toda mi vida, con esos predicadores de infierno y condenación que había, que te mandaban al infierno con aquellos ejercicios espirituales que hacían con la calavera encima de la mesa. [Imita una voz grave y cavernosa de sacerdote] “Imagínate una hormiguita circunvalando el cosmos, ¿cuántos años tardaría en dar la vuelta? Pues más tú en salir del infierno”. Y yo me lo he creído. Yo he sido un animal muy fiduciario, muy confiado. Yo me lo he creído todo. Algunos como Savater y otros, que han pasado a ser paradigmas del izquierdismo, dicen que les tocó lo mismo que a mí, pero que nunca creyeron en nada. ¡Pues qué suerte tuvieron estos cabrones!
—¿Usted nunca dejó de creer?
—Nunca. Pasé por una fase de ligoncete de tres al cuarto, más mundanillo, pero siempre, incluso en mis momentos peores, nunca me he desasido de la mano de Dios. Seguramente no habrás conocido a muchos creyentes como yo. Mira, yo soy un católico de los pobres, de seguimiento de Jesús. Es mi maestro, y no tengo por qué ser un católico social. Nunca lo he sido, en ese sentido hipócrita y franquista, que es un sentido visceralmente repugnante para mí. Pero es que he creído de verdad, y como luego he estudiado… Porque si no hubiera estudiado, tendría un catolicismo pepero. Pero para mí era muy importante ir estudiando mucho, pero no solo el catolicismo, sino en qué consiste eso que llaman Dios, y de ahí vino mi estudio de unas cuantas religiones comparadas en sus idiomas. Porque yo no puedo hablar del judaísmo si no tengo unas mínimas nociones de hebreo. Esa seriedad con las cosas me ha llevado siempre a ser incluso despectivo, fíjate.
—¿Hacia quiénes no saben tanto como usted?
—Sí, y de ese punto no estoy muy satisfecho, porque hasta lo sigo siendo. Pero es que para mí es muy importante saber o no saber, y ceñirse a la verdad en lo que uno pueda para no engañar a la gente. Me sienta muy mal ir a un médico y que me recete algo mal. Me sientan mal las profesiones en las que no hay rigor, porque no hay dignidad. Para mí el trabajo bien hecho es absolutamente básico.
—Su primer incidente con la autoridad fue con un cura del colegio, que le denunció “por comunista” y le expulsó. ¿Tenía ya entonces una incipiente conciencia política?
—No, en el colegio no tenía más conciencia que la de ser el número uno. A mí mis padres no me abrazaban mucho, y yo quería que me quisieran, joder, que es lo único que me ha importado en la vida. Hasta que un día me di cuenta de que cuando volvía con las mejores notas, me abrazaban, y dije: “Tate, ya sé cómo voy a comprar yo el cariño de mis padres”. Y a partir de ahí siempre fui número uno. Yo no he sabido ser número 2, ni llegar tarde a una cita. Lo único que me importaba era eso.
—¿Y cómo surgió entonces ese choque con la autoridad?
—Fue una gilipollez. Lo que a mí me cambió la vida, lo que me hizo despertar a la vida, fue cuando me fui a Alemania con una beca muy buena de la Fundación Oriol Urquijo. Allí en Alemania me encontré con Marcelino Legido, que era cura y profesor de filosofía en la universidad. Marcelino era un fuera de serie. Aparte de un santo y un sabio, era un militante, un cura ortodoxo que se fue a vivir con los emigrantes españoles de Múnich. Él hizo su primera tesis doctoral sobre la Platón, y la segunda fue a hacerla a Alemania sobre san Pablo, ya siendo cura. Allí en Múnich él vivía con los obreros de la construcción españoles, en unos bloques que eran como la torre de Babel: españoles, griegos, turcos, albaneses…
—¿Usted vivía allí?
—No, yo vivía en un colegio mayor de puta madre. Pero empecé a ir a ayudar y tal. Ahí conocí el primer militante del PSOE de mi vida, porque no había. Entonces empecé a ver los problemas de la clase obrera, que hasta entonces me eran ajenos. Tenía 20 o 21 años, pero no había nacido todavía. Entonces llego allí y venga a estudiar marxismo y a ir a manifestaciones. Recuerdo una vez que iban a condenar a un español porque le acusaban de un asesinato. Yo me ofrecí para hacer de traductor ante la policía, y consiguió salvarse. No te puedes imaginar lo que eran los obreros de entonces, y el racismo que había en Alemania. Porque los españoles que emigraban entonces eran de mi carro me lo robaron y de madresita del alma querida. Yo ya empecé a darme contra la realidad y a consufrir con los más desgraciados.
—Antes había estudiado en Madrid, y le pilló la época aquella de manifestaciones cuando expulsan de la universidad a José Luis Aranguren, a Enrique Tierno Galván y a Agustín García Calvo
—Sí, pero yo era más bien impermeable a todo eso. Era intelectualmente gallito. Allí estaba yo con 18 o 19 años debatiendo a brazo partido con Aranguren. Y antes había estado en Salamanca. No te puedes imaginar los recuerdos que tengo de aquella Salamanca pequeñita, con los tunos siempre por la calle…
—¿Cuáles fueron sus influencias intelectuales durante la universidad?
Mi gran valedor intelectual fue Marcelino Legido, y tuve de catedráticos a Fernando Lázaro Carreter, a Miguel Artola, a Miguel Cruz Hernández… grandes personajes.
—¿Qué filosofía se enseñaba en la universidad de aquellos años?
—Pues el inevitable tomismo. Yo me salvé de él por Marcelino Legido. Cuando yo saco la cátedra de instituto, la mayoría de los que se presentaban eran curas que se salían, de los primeros de la gran desbandada que hubo. En aquella oposición oí a uno de esos curones decir “porque yo he citado a Cancius…”, ¿y quién será el Cancius este que no me suena?, me decía yo. Pues Cancius era Kant. Ese era el panorama. Esa España es de charanga y pandereta e inenarrable, y a nadie se nos ocurrió protestar. Era catolicismo y nacionalfascismo. Cuando empecé a espabilar iba a la librería Fuentetaja a comprar Marx, Freud y Nietzsche, que venían del extranjero forrados en piel de Biblia para camuflarlos, ¿tú te crees? Y toda la masa fascista abrazando al dictador. Eso hay que haberlo vivido, y a mí me resulta imposible de olvidar.
—Cuenta que su generación vio cómo, en apenas dos décadas, España pasaba de la Edad Media a la posmodernidad
—Así ha sido. Eso es un gran hándicap en la evolución de los pueblos, la carencia de memoria de la historia. Son siempre triples saltos mortales y la política del olón kauston, del todo quemado. El que viene detrás va a hacerlo todo nuevo. Cada vez que me acuerdo de cómo era aquella España…
—¿Es tras la universidad cuando empieza a colaborar con la editorial ZYX-Zero, del cristianismo obrero?
—Sí. Como te digo, antes había estado en Alemania con Marcelino Legido, y ahí empiezo a participar en el movimiento obrero. Lo que había allí en Alemania era mucho antifranquismo. En Alemania había manifestaciones bien calentitas, porque no estaba allí la policía de Franco, y la boquita iba muy lejos. Yo allí daba clase a los obreros, en una escuela de la justicia que había en los sótanos. Ahí empecé con Marx, Engels, Bakunin, Proudhon y todo eso, a instruir a la gente. Porque, claro, ¿cómo se puede ser antifranquista y analfabeto? Entonces eran manifestaciones muy viscerales y bastante superficiales, urgidas por el pan. Yo quería ser como Marcelino en esa etapa –¿te das cuenta qué poca madurez, que poco arraigo existencial tenía?– y Marcelino se dio cuenta de que yo era el que más sabía, el más fiel, el más vehemente… el más dependiente, diría yo hoy, aunque aquello fue una dependencia benéfica. Al regresar a España me dice Marcelino que aquí hay unos católicos que están perseguidos, van a la cárcel, tiene una editorial obrera y cristiana, y me empezó a hablar de la HOAC, de la que surgió ZYX. Si quieres, me dijo, pásate a verles por si les puedes ayudar. Y allí me presenté con mi máquina de escribir y la sinceridad de un chavalillo de pueblo.
—Allí usted traduje, editó y escribió muchísimo…
—Cada mes publicaba un folleto rojo y otro verde: el rojo a 20 pesetas, el verde a 13. Como se me daba bien, me compraron una máquina de escribir y me dijeron: el mundo es tuyo. Lo que pasó es que la censura me empezó a prohibir, y por eso tuve que recurrir a pseudónimos, que tengo cientos. Luego ya vinieron los registros domiciliarios y esas cosas. Fue la editorial más perseguida por el franquismo. En mi casa hubo muchos registros, y yo estuve en la Dirección General [de Seguridad], cuando estaba ahí en [la Puerta del] Sol [de Madrid], y venga policías buenos y policías malos… Una vez van a mi casa a las 4 de la mañana, típica redada, y sabían perfectamente dónde estaba cada habitación de mi casa. Y de repente uno, que debió de ver mi título, que estaba enmarcado, alza la voz y dice: ¡pero si usted es catedrático de instituto! Que era mucho, entonces. Pues sí, le respondo. Entonces, me dice, en lugar de llevarle ahora esposado, vamos a esperar a que usted dé su clase de la mañana y luego nos da usted su palabra de que viene a la Dirección General a declarar. Así lo hice: fui a dar mi clase y luego voy a la Dirección General, donde empieza con lo típico de poli bueno y poli malo, flexo para arriba y para abajo… Es hasta cómico, aunque con sus golpizas de vez en cuando. Gente vulgar. En una de esas, llega el policía bueno y me pregunta nombre, apellido y natural de… Y yo dijo: Canalejas del Arroyo. ¡Me cago en mi puta madre!, dice el guardia, ¡si ese mi pueblo! (Risas). Y ya empezamos que si de quién eres tú y esas cosas y, claro, conocía a mis padres. Mi padre, como había sido rojo y había estado encarcelado, no era un buen aval para mí. Bueno, aquella historia concluyó diciéndome: “tú eres un hombre excepcional, pero no vas a volver a delinquir, ¿verdad que no, hijo mío? (Risas) Porque tú no puedes ser comunista y tal”. Y yo le digo que sí que lo soy, en el sentido de que, como soy cristiano, pienso que hay que tener todo en común. Está en los Hechos de los Apóstoles, y le dije dónde. Y él entonces: “Joder, es que vas a ser incorregible toda la vida”. Y yo: ¿pero no eres católico? Y ahí se calló y no pasó nada más. Es que aquella España es metacategorial, no es narrable. En la editorial Zyx había mucha gente en la cárcel, mucha calle. Poníamos puestos en la calle con esos libros de 13 y 20 pesetas. Recuerdo una vez que viene Ramón Tamames, que había publicado un folleto verde sobre España, y pregunta “¿qué tal, se vende este libro?”. Claro, no nos dijo quién era él, aunque yo me di cuenta. Pero la compañera no lo sabía y le dijo que se estaba vendiendo como churros, que había habido un montón de ediciones. Esa misma tarde estaba Tamames en la sede de la editorial reclamando el dinero, nos ha jodido, y montando una bronca. Porque no he conocido a ningún intelectual generoso.
—¿De dónde sale la editorial ZYX?
—Sale de la HOAC, la Hermandad Obrera de Acción Católica, que la funda Guillermo Rovirosa. Este era un ingeniero masón que se hizo católico de una manera muy radical y fundó la HOAC. Eran momentos de conversiones en masa al cristianismo por parte de los obreros. ¿Cómo te puedo explicar yo? Fue como en la época de Emmanuel Mounier y Martin Buber, que se pasaban al catolicismo casi todos. En España fue igual. Venían obreros de corazón que veían algo que les perdonaba los pecados, que compartían los bienes y les hablaba de Jesucristo desde las chabolas. Estos obreros encontraron, con o sin razón, un fundamento para creer en ello. Esa HOAC yo la conocí, y de ahí nacieron todos los partidos políticos pequeños, Bandera Roja y esos. Una de mis grandes tristezas es que nadie haya escrito esa historia. Vivimos en ese camuflaje histórico, en el que no se entra a decir la verdad de las cosas. Entonces estaban los jesuitas pasándose al comunismo porque era el caballo ganador, pero eso era la antítesis de lo que pasaba en ZYX. Allí estaba José Miguel Oriol, hijos de los Oriol, que luego se ha vuelto ultra facha. Fue uno de esos paréntesis históricos en la vida de los ricos, que pasan por el túnel de la pobreza y son de mala madre. Cuando cerraron ZYX abrimos Zero, donde yo también estuve, pero [Manuel] Fraga era inmisericorde. Es que cuando ves la historia que has vivido, y la que te cuentan estos payasillos de UCD [Unión de Centro Democrático] y esta gente miserable, burgueses de hocico fino, que luego fueron mis enemigos… Pero entonces, en ese paréntesis en el que algunos fueron tocados por el evangelio antes de volver al fango, esa gente trabajó ahí. Y José Miguel Oriol también padeció con el franquismo, ¿eh? Se comió años de cárcel. Y José Miguel se fue a vivir al Pozo del Tío Raimundo con aquel cura, Paco García Salve, de Comisiones Obreras. Pero este no es un país de héroes, es un país de cobardes. Cobardes apocopados y movidos por dos movimientos: el de la bragueta y el del estómago. Por allí estaban también el padre Llanos, José María Díez-Alegría… eran todos compañeros míos.
—La línea política y editorial de ZYX era una suerte de socialismo antisoviético y democrático, ¿es así?
—Sí, con tendencia anarquizante. Hombre, allí estuvo Juan Gómez Casas. Yo recuerdo de ir con Juan Gómez Casas por aquí, por el Manzanares, dando conferencias sobre anarquismo llamando a las puertas de las casas: oiga, le queremos hablar de un movimiento que le puede interesar, el anarquismo… Un día, en un portal que todavía recuerdo, nos abren y entramos Juan Gómez Casas y yo, que era su escudero, en una casa. Yo me senté en una especie de mesa camilla, me agaché así un poco… y veo seis o siete metralletas. Habíamos ido a parar a un piso franco de ETA. A ojo ciego, de casualidad, solo con el pecho por delante. Uno de ellos era Argala [José Miguel Beñarán Ordeñana], que me dijo: “tú te pareces a mí en lo ingenuo que eres. Vas a acabar mal”.
—¿Y qué les pareció lo que les contasteis?
—Lo veían bien, porque como venía Juan Gómez Casas, que se había chupado veinte años de cárcel… En ETA ha habido de todo, y eso del marxismo-leninismo ha sido posterior. Al principio eran solo nacionalistas.
—¿Hubo muchos católicos en ETA?
—Recuerdo una vez que estaba en Múnich y resulta que se celebraba una misa de curas españoles cercanos al movimiento obrero. Enfrente mío estaba un tal Iparraguirre, que fue el jefe máximo de los curas de ETA. Llegó la homilía y el tipo dijo que Jesucristo había sido un zelote y no sé qué más. ¡Pero qué estoy oyendo!, me dije, ¿dónde estoy? También estaba allí, por cierto, Pepe Sánchez, que luego fue secretario general de la Conferencia Episcopal. ¿Cómo se puede decir eso? Jesucristo no fue zelote ni mucho menos, eso lo era Barrabás, le dije. Y él me dijo que a tipos como yo no les podía dar la paz. Fíjate qué cosas, es que es inenarrable aquel convoluto entre el que iba a ser presidente de la Conferencia Episcopal, el jefe de curas de ETA y un profesor loco como yo, que nunca ha estado vinculado a ningún movimiento.
—Bueno, sí que estuvo vinculado a la CNT [Confederación Nacional de Trabajadores], ¿no?
—Fue muy importante para mí. Yo al anarquismo lo amo: soy anarquista y cristiano. Yo entré a CNT con mi mujer Julia, estando ella embarazada. Llegué allí por lo que conocí en la editorial ZYX de Proudhon, Bakunin, Kropotkin o Malatesta, y por la amistad con Juan Gómez Casas. Qué tristeza sentía yo cuando iba a la Biblioteca Nacional a leer la Revista Blanca, de los anarquistas, y me encontraba con las hojas arrancadas. Ese sufrimiento, que llamaríamos cultural no en el sentido académico, sino de la burricie, de la barbarie. Eso siempre me ha dolido, y me sigue doliendo, porque considero que no puede funcionar nada con gente así. El caso es que me convertí rápidamente en el gran especialista en anarquismo de España. Desde luego, creo que soy de los autores que más libros ha publicado sobre anarquismo en el mundo. Porque eso es lo mío, ser un salvaje neurótico en todo lo que hago, como habrás podido ver por mis movimientos de cuello.
—¿Y entra en CNT, en el sindicato de Madrid?
—Entro en todos lados. Era cuando Savater pasaba por anarquista, y yo siempre dije: tened cuidado con este. Yo llegué a Francia y entré en contacto con Peirats, que había sido el director de Tierra y Libertad después de Abad de Santillán; y con Víctor García Germinal, que era como mi hermano –de hecho, está enterrado con una camisa mía–. Los dos ateos más ateos que qué. Se enfadaban mucho incluso cuando oían la palabra Dios, algo que a mí nunca me ha pasado con ninguna palabra. Ese componente visceral a veces es fruto de incultura más coyuntura, por la experiencia que ellos vivieron de la religión. Eran experiencias recíprocamente incompatibles, porque ellos no podían concebir que un católico universitario amase el anarquismo tanto como ellos. No habían conocido a nadie así.
—Todos esos anarquistas clásicos han sido para usted algo así como un arquetipo de la excelencia moral, ¿no? Por su sentido del sacrificio, de la integridad, la honradez…
—Sí, me influyeron mucho. Por ahí empezó el empalme con el cristianismo en mí, por la militancia de Jesús y la de ellos.
—En cambio, queda muy desencantado y tiene muchos choques con las nuevas generaciones libertarias de la liberación sexual, el hippismo y todo ese mundo…
—Una vez íbamos Abad de Santillán y yo a la presentación de la sede de CNT, en la calle Libertad, y un chaval con el pañuelo rojo y negro de repente salta con la pistola a la mesa de conferencias y le dice a Abad de Santillán: te vamos a matar por revisionista. Él era un caballero, jamás habló mal de nadie. Coño, si una vez me contó que pasó una Nochebuena con Durruti y no tenían qué comer. Alguien les regaló una gallina… ¡y ninguno la mató! No querían matarla, eran así.
—Uno de los grandes referentes entonces de esa nueva generación de anarquistas era Fernando Savater, con quien usted ha tenido numerosas polémicas intelectuales.
—¿Al final sabes lo que ha pasado? Que soy bastante profético. Mira dónde ha acabado Savater, y yo lo vi venir rápidamente. Lo mismo a Gabriel Albiac. Una vez le invité a dar una conferencia en la Fundación Mounier –ya al último Gabriel, el de ABC– y le dije: vamos a ver, Gabrielito –porque fue alumno mío, y yo le tengo cariño, aunque sea una persona de tan poca categoría humana–. ¿Tú crees en algo? “En esto”, me dice, sacándose la chequera. ¿Pero tú no has llorado una lágrima por Althusser?, ¿por alguien en tu vida has llorado? No, nunca. Mira tú al cagamendioses más radical verbalmente, que luego era una mierdecilla que no tenía dos hostias.
—¿Había más cristianos en CNT?
—No muchos, se fueron casi todos al PSOE.
—Y a los que estaban dentro, ¿no les pesaba el anticlericalismo de la organización? La quema de iglesias, el asesinato de religiosos…
—A mí no. A mí me la sudaba. Yo socialmente no tengo nada que ver con la Iglesia, aunque a la vez he sido amigo de los últimos papas. Pero por casualidad, porque me ha llevado la vida. Resulta que allá en los años 80 entro a formar parte de la revista católica Communio, que se hacía en 19 países, y al final acabé siendo su director. Pues ahí estuvieron Benedicto XVI y Juan Pablo II cuando aún no era papa, sino catedrático en Cracovia, y los dos han sido amigos personales. Por cierto, Karol de filosofía sabía poquito. Sabía bien de Hume, de tomismo, pero como un catedrático normal. Y es que era muy conservador, coño. Cuando viene aquí al Monte del Gozo, ¿quién fue el único orador laico junto a él? Yo. Y con el otro lo mismo me pasó. Yo he estado en el Vaticano invitado a cenar con Ratzinger en Nochebuena. Aquello era un río de bonetes rojos, cardenales con sus cochazos, sus siervos… ¿y sabes de qué me acordaba yo? Me acordaba de Ravachol: joder, una buena bomba aquí… Y cuando Josef, porque yo le llamaba así, se va del papado es un hombre destruido, deshecho personalmente por el sufrimiento de haber tenido que dejar el papado porque no podía con la curia, podrida hasta donde no te puedes imaginar. Él me cuenta cosas que, naturalmente, yo no contaré nunca. Pero es precioso para mí que haya tenido conmigo esas confidencias sabiendo quién soy yo, sabiendo que soy anarquista.
—¿Eran bien recibidos los cristianos en CNT?
—No. Cuando entré en la sede para sacarme el carnet por primera vez vi un cartel que decía que a los cristianos los iban a colgar por los cojones, o algo así. Está muy bien tener 25 años y ser un niñato anarquista. Es lo normal, lo pide el cuerpo. No me escandaliza.
—Preparando esta entrevista me enteré de algo muy llamativo. Resulta que José Luis García Rúa, histórico del anarcosindicalismo y secretario general de CNT en los 80, era creyente en secreto. Nadie en el sindicato, solo su círculo más íntimo, sabía que era cristiano
—Yo sí lo sabía. Pero sí, es muy sintomático del ambiente que había. Eso es, ese era el ambiente, y te agradezco que lo digas tú para que me ahorres contarlo a mí.