Introducción
Este artículo da un repaso al libro Las armas y las letras, de Andrés Trapiello, en el que se presenta un panorama completo de la literatura de nuestra Guerra Civil, y lo consigue con muy pocas excepciones. El artículo complementa, matiza y, varias veces, contradice algunas de las informaciones del libro y, especialmente, las opiniones de carácter político e histórico. El artículo se puede leer de seguido o saltando de la Introducción a la Conclusión para después leer el repaso detallado del libro capítulo a capítulo.
El texto leído es la edición de 1994. Hay ediciones posteriores, con correcciones y añadidos, de los que, en general, no se trata aquí. En Goodreads se indica que la última edición es de 2019, corregida y aumentada. Quizás algunos asuntos de la primera estén subsanados.
Las armas y las letras es, sin duda, un libro muy interesante por las noticias que da de los escritores de la época y por las obras a las que se refiere. Algunos de los autores y muchas de las obras serán desconocidos incluso para el lector instruido pero no especialista (situación en la que se considera quien esto escribe), por lo que es una fuente de información muy valiosa para descubrir posibles lecturas.
Sobre la recepción del libro, una búsqueda en internet nos presenta casi solo elogios y muy pocos peros. Aquí está el resumen de las valoraciones de Amazon:
Quien valoró el libro con una estrella no dejó comentario; de quienes lo puntuaron con dos estrellas, uno solo dejó un comentario (“… políticamente parcial. El autor no oculta sus tendencias levógiras”). Entre los de tres estrellas, hay también un único comentario en el que se critica que solo se hable de la literatura en castellano. Es improcedente: en el capítulo duodécimo hay referencias a autores que escribían en catalán, incluso aparecen en el libro varias citas en catalán sin traducción al “idioma común de los españoles”. Se deja además un comentario extenso que llama la atención porque identificándose Trapiello con la “Tercera España”, la del “centro” político que trata de ponerse por encima de los hunos y los hotros, este exquisito comentarista le adelanta por el mismo centro; es decir, le pasa por encima:
El libro abusa de supuestas muestras de ingenio y de anécdotas de la inteligentsia que más que ingeniosas resultan bárbaras en el sentido solanesco. Un aire de brutalidad, extremosidad, caspa, moscas y mezquindad extrema sobrevuela toda la narración, en un período tan excitante como el reino de la barbarie que fue la revolución bolchevique… Una obra en definitiva indicada para quien se sienta heredero de una época brutal, que se reconozca en ella y quien guste de los orientalismos exotizantes.
Las valoraciones de Goodreads son muy similares: De las de dos estrellas hay un solo comentario, de una sola palabra: Tendencioso. De las de tres estrellas hay tres comentarios. El primero, en inglés, dice solamente que el libro merece un lector más cualificado (a confesión de parte…); el segundo considera que, por su exhaustividad, algunos de los autores tratados no tienen interés (cierto, pero dependerá del propio interés de cada persona). Al tercero no le ha gustado “la equidistancia que quiere trasmitirnos el autor en un tema que no admite equidistancia”. Podemos asumir que quien califica el libro de tendencioso, considera que Trapiello carga a la izquierda. Lo hace de forma que no se sabe si calificar de ingenua, sibilina o causada por la ceguera ideológica de la arrogancia del demócrata, como se verá. El comentario casi indignado con la equidistancia podemos suponer que considera que Trapiello quiere presentarse más allá de izquierdas y derechas, y recuerda al de las tres estrellas de Amazon.
Trapiello toma el punto de vista ideológico del centro izquierda, del intelectual “progresista” ma non troppo. Ese punto de vista no está explícitamente expuesto en la primera edición, pero lo está en el prólogo de la segunda:
La tesis general de este libro y otros escritos que fueron apareciendo poco después es que aquella no fue una guerra civil entre dos Españas, como erróneamente creímos muchos durante tantos años, siguiendo la idea de hombres perspicaces como Machado o Unamuno, sino la determinación de dos España minoritarias y extremas para acabar con otra, la mayoritaria tercera España en la que podían haberse integrado gentes de toda condición, edad, clase e ideología, excluyendo de ella naturalmente a aquellas otras dos, la fascista, por un lado, y la anarquista, comunista, trotskista o socialista radical por otro, tratando de ensayar a toda costa aquí revoluciones que ya habían salido triunfantes en la URSS, en Alemania o en Italia. (p. 21)
Esa tesis insostenible es la principal limitación del libro. Se sabe que proporciona confort psicológico a muchas personas, pero sorprende que haya quien la deje por escrito, se la ponga por montera y haga carrera insistiendo en ella. Si se incluye al PSOE y a la CEDA entre la “mayoritaria tercera España”, es cierto que se trataba de una grandísima mayoría. Pero al PSOE hay que descartarlo tras su participación en la Revolución de Asturias –el ala besteirista ya no contaba en ese partido–, y a la CEDA, que intentó cooperar con aquella república aun a regañadientes, la Tercera España (incluidos muchos republicanos de centro-derecha como Alcalá Zamora) no la dejaron gobernar.
Por supuesto, decir que esa Tercera España “no quería participar en la guerra” es un brindis al sol. Desde luego, muy pocas personas quieren participar en una guerra si pueden evitarlo. Pero cuando esta se desencadena es muy difícil no hacerlo, aunque solo sea porque las posiciones entre líneas son siempre las más peligrosas. La posición de “centro” es por eso muy inestable. Las personas que se sitúan en ella, cuando la situación se vuelve crítica, echan las suertes con uno u otro bando. En la Guerra Civil, la Tercera España así lo hizo.
Es este el principal reparo que se le puede hacer al libro: se pontifica excesiva y, muchas veces, erradamente, desde la atalaya excelsa de la Tercera España. En realidad, de la mitad de la Tercera España, la que cooperó con la sangrienta revolución frentepopulista por su miedo al fantasma de un fascismo que había inventado en sus delirios; la otra mitad de la Tercera España huyó de aquella república o cooperó con los Nacionales. Además, ese punto de vista ideológico, aunque centrado, crea también sus propios ángulos ciegos y resalta lo que le conviene y oculta lo que le desluce el cuadro bonito –y hasta relamido– que quiere pintarnos.
Por lo demás, aunque desde la izquierda se le haya acusado a Trapiello de “revisionista” –en un artículo hemos leído Trampiello y en otro Las trampas y las letras por sus referencias a los “A paseo” de Alberti–, siguiendo la tradición de esa Tercera España, el libro insiste en el tópico de los militares y fascistas que se alzan contra una república de derechos y libertades. Es imposible entender la Guerra Civil desde ese punto de vista.
Pero vayamos al libro, para comprobarlo.
Las armas y las letras
El libro arranca con dos citas. Una ineludible, ya que el título del libro está tomado del famosísimo discurso de don Quijote del mismo nombre (Quijote, I, 38). Oportunamente, Trapiello no transcribe ni una iota de este… Y hace muy bien en no meneallo, porque ideológicamente El Quijote es la negación de esos pujos suyos tercerespañolistas sembrados por todo el libro. Estos son los famosos motivos que cita el caballero andante para empuñar las armas (Quijote, II, 27):
Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria.
Los Sanchezmazas, Ridruejos, Yzurdiagas, Garciaserranos y demás “fascistas” (así son calificados por Trapiello) no lo hubieran podido expresar mejor. Cabe pensar que Cervantes se hubiera calzado la camisa azul y arriesgado el otro brazo para combatir a aquellos desaforados milicianos frentepopulistas. En resumen, estamos ante una apropiación indebida del prestigio del Quijote.
La otra cita es de Machado-Mairena:
Cuando los hombres acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella la misma para los dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la retórica, por otro.
No es que la retórica haya terminado su misión cuando los hombres acuden a las armas, sino que las armas tienen que hablar cuando la retórica ya no puede ir más allá en un asunto de vital importancia; existencial, dicen ahora. En otras palabras “… no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria”, que es precisamente lo que sentenciaba Quijano-Cervantes. La premisa averiada de Mairena-Machado no permite otra consecuencia que un ejercicio de confusión de confusiones que se queda en palabrería.
Acaban los agradecimientos con esta advertencia:
Y a quien venga a este solar con la bayoneta calada, aclararle que no hay para tanto. Y que sangre pasada no mueva molino. Sea.
Se responde preventivamente con elegancia previendo que el libro será controvertido por el tema. Aquí no se usará la bayoneta, asociada además con la revolución: aquí usaremos la falcata ibera, tradicional, carpetovetónica y tan fascista como la salutatio ibera. La llamada a que la sangre pasada no mueva molino, vista de la situación actual, fue tan bien intencionada como ingenua.
El Prólogo empieza explicando la dificultad de la empresa por su amplitud y carácter necesariamente controvertido, y promete quijotescamente “defender al débil de los fuertes, y a los fuertes y poderosos, de sí mismos”. Advierte también de la difícil digestión de la literatura política de los años treinta, poniendo ejemplo solo de escritores falangistas. Mal empezamos. Nada habría que objetar a que a alguien le estomague la filosofía política falangista. Sin embargo, no parece tan elegante asustar a los lectores que puedan leer con gusto (y hasta provecho) las lucubraciones, exaltaciones y discursos de los ideólogos falangistas. Y además resulta poco coherente escoger todos los ejemplos del bando ideológicamente derrotado (Trapiello reconoce que los ganadores de la guerra perdieron la literatura). Muestra muy pronto una doble vara de medir (la “tendencia levógira”…) y sus limitaciones. Es especialmente censurable cuando la filosofía política del otro bando –revenida de tragedia en la farsa del marxismo cultural– campa a sus anchas actualmente por todo el sistema educativo y por los medios de comunicación. Mas bien parece eso ensañarse con el moro muerto y no es nada acorde con la intención de “defender al débil de los fuertes, y a los fuertes y poderosos, de sí mismos”.
El prólogo menciona algunos asuntos espinosos, como cartas personales en las que algún escritor busca acomodo con los vencedores. Por ejemplo, una de Gómez de la Serna dirigida a Giménez Caballero, calificada de “extremadamente fascista». No se aprecia nada de “fascismo” en esa carta, y aunque para compensar se da también otra de arena transcribiendo un poema en el que Alberti describe los palacios saqueados al comienzo de la guerra mostrando desprecio a los propietarios, no es lo mismo. Gómez de la Serna no perteneció a ningún bando en el enfrentamiento civil (dio la bienvenida a la República en su día, como tantísimos). Con aquella carta, trataba simplemente de buscarse el pan después de tener que salir con lo puesto por miedo a perder la vida en el Madrid frentepopulista. De la otra parte, Alberti está añadiendo el insulto al robo (y la incitación al asesinato) con esos ripios. No solo allana propiedades ajenas, sino que se burla arrogante de los propietarios. Limosnear es vergonzante; insultar a las personas cuyas viviendas se han tomado al asalto es propio de rufianes y malandrines de ínfima categoría.
Y con esto, puesta en suspenso cualquier pretensión de superioridad intelectual o moral del punto de vista de esa Tercera España, estamos listos para leer el texto sin respetos ni complejos. Todo ello aprovechando la invitación (“obligación moral”) de Trapiello al final del Prólogo a “transitar todos los caminos de la literatura, incluidos aquellos interceptados por un «prohibido el paso»”.
Capítulo primero
Empieza con una introducción histórica de trazo grueso y cargada con todos los tópicos del consenso cultural progresista: el problema agrario, un ejército excesivo y golpista, centralismo, &c. Los problemas sociales del agro venían de aquellas desamortizaciones expropiativas en que los progresistas de la época se hicieron con las propiedades de las órdenes religiosas y del común a precio de saldo. Pocas veces se menciona esto, aunque fuera el mayor expolio de la historia de España. La Cruzada tampoco tuvo mucho que ver con los albures de espadas decimonónicos, asunto de liberales progresistas y liberales moderados que discutían la mayor o menor velocidad del progreso (aunque ha sido considerada la cuarta guerra carlista). El ejército no había protagonizado ningún verdadero pronunciamiento desde hacía muchos años; el golpe de estado de Primo de Rivera fue otra cosa. Estos volvieron con la agitación republicana: Jaca y Cuatro Vientos, dos asonadas republicanas, y la Sanjurjada, contrarrevolucionaria pero no antirrepublicana. En todo caso, la guerra no pretendía erradicar esos males, sino evitar la continuación de los desórdenes frentepopulistas. La agitación separatista –que no tenía más de 30 años de historia– no fue apaciguada con la concesión de autonomías, sino al contrario. En resumen, se repiten las ideas del actual consenso cultural que encontramos en cualquier libro de secundaria.
Sigue un análisis igual de simple del advenimiento de la República. Y se recoge una opinión sobre la Guerra Civil del novelista Juan Benet, tomada –se supone, dice el libro– de Burnett Bolloten:
… la guerra civil española es la primera y única en la historia que es consecuencia de dos revoluciones de signo contrario que se desarrollan al mismo tiempo y con idéntica determinación de victoria y violencia: el movimiento fascista nacionalsindicalista y la revolución popular, de corte socialista, anarcosindicalista, trotskista o comunista, según las zonas.
Esta tesis es también insostenible. El componente nacionalsindicalista fue ideológicamente minoritario en la España Nacional y estaba neutralizado antes de acabar el primer año de guerra. Por otro lado nótese el sesgo del análisis: se califica a la Falange de fascista mientras que los partidos que se declaran socialistas, anarcosindicalistas, trotskistas y comunistas serían solo “de corte” socialista, anarcosindicalista, trotskista o comunista.
El historiador Sánchez Albornoz (No debemos olvidar la guerra civil, en Dípticos de la historia de España) explica la guerra civil como desencadenamiento simultáneo de las tres sangrientas revoluciones de la Modernidad –la religiosa, la política y la social– felizmente evitadas hasta entonces en nuestro país. Contra ellas se alzó el ejército, seguido masivamente por la mayor parte del pueblo donde pudo hacerlo. Sigue Trapiello:
En el bando fascista el frente ideológico cerró filas, a los pocos meses de empezada la guerra, por el método más expeditivo que se conozca: el golpe de Estado; así entienden hoy todos los historiadores el Decreto de Unificación de abril de 1937 por el que se creaba un partido único de falangistas, renovadores monárquicos, requetés carlistas, antiguos cedistas y fajistas de vario espectro, en cuya cúspide política se aposentó, cómodamente, el jefe que ocupaba ya el mando militar.
Es decir, “el bando fascista” acaba mediante un golpe de Estado con el cuarto y mitad de fascismo que representaba falangismo. Una contradicción. Y como de la contradicción se sigue cualquier cosa después nos presenta a los milicianos socialistas, comunistas y anarquistas luchando por un sistema democrático.
Hasta aquí Trapiello expone el punto de vista político desde el que él observa los hechos, que solo representa a la mitad izquierdista de la Tercera España. En lo que se refiere a las letras, el capítulo trata de las posiciones y actuaciones de los escritores de la generación del 98 en la guerra. Esta es una amena introducción a los personajes:
… Baroja no consiguió su acta parlamentaria cuando la pretendió; Azorín, más que político, fue toda su vida, como le definió con sorna Baroja, un «escritor gubernamental», con La Cierva o con Franco. A Valle-Inclán, en una pirueta prodigiosa, le llevó a la política republicana, desde el carlismo, la pobreza; de haber sido rico es bastante inimaginable que Valle-Inclán aguantase ministros y jefes de negociado. Unamuno, más politiquero que político, fue un estratega de casino, el caso contrario que Valle-Inclán: habría sido difícil hallar un ministro o un jefe de negociado que le tolerase a él; de los dos Machado, uno era demasiado dandy como para ocuparse de política, y el otro, demasiado solitario como para echarla de menos. Quizá la única excepción sea Maeztu («la primera camisa negra de España», dijo de él la segunda camisa negra de España), pero en este caso estaría por dilucidar que fue un escritor como los anteriores y no tan sólo un agitador, cuyo mito levantaron después de la guerra quienes la ganaron.
Lástima que se estropee el párrafo con la mezquindad de calificar a Maeztu de “agitador”: polemista; y nada más.
Se hace un repaso de los escritores del 98: trayectoria vital, en particular posición frente a la república, localización el 18 julio y venturas y desventuras durante la guerra. Se les califica de “sentimentales” en política; a diferencia de las siguientes generaciones, que participarían en la actividad política real. Se trata en particular del más destacado desde el punto de vista político, Unamuno, que queda retratado –aunque no sea la intención de Trapiello– como un energúmeno:
… sería entretenido plantear como hipótesis lo que le ocurriría hoy a alguien de la significación de Unamuno que escribiera sobre el nieto de Alfonso XIII, hoy reinante, lo que aquél escribió de su abuelo y el general («Ha querido colar de contrabando / la monarquía neta, la del cuco / que fue el abyecto séptimo Fernando / y aunque en España sobre hoy tanto eunuco / como el muy listo es embustero y blando / va a salirle al revés el viejo truco»).
No cabe otra conclusión: un energúmeno, como le respondiera Ortega en una de sus polémicas.
Se recoge el encuentro entre Unamuno y el fundador de Falange, alrededor del mitin organizado por Falange en Salamanca, con Sánchez Mazas y Eugenio Montes. No cuenta Trapiello, sin embargo, que Unamuno –genio y figura– les acabó soltando una coz. En todo caso, la visita de Jose Antonio, la asistencia de Unamuno a su mitin y la participación en la cuchipanda posterior causaron gran consternación en las filas republicanas. El azañista Roberto Castrovido, amigo del prócer, le envió un aviso en el Heraldo de Madrid, y Unamuno recogió velas en otro artículo que tituló “Otra vez con la juventud”. El artículo apenas dice nada sobre el caso. Lo único que queda en limpio es la arrogancia vocinglera de Unamuno. No aprendieron falangistas a no fiar del catedrático. Volverían a hacerlo, y volvería a soltarles otra coz… y volverían a rendirle a su muerte unos honores excesivos, aunque bien intencionados. A propósito de la juventud, en el 34 había acabado Unamuno un discurso con estas palabras: “Salvadnos jóvenes, verdaderos jóvenes, los que no mancháis las páginas de vuestros libros de estudio ni con sangre ni con bilis. Salvadnos por España, por la España de Dios, por Dios, por el Dios de España, por la Suprema Palabra creadora y conservadora”. Interesante antecedente del ¡Por Dios y por España!
Sigue el capítulo con la entretenida historia de La Gaceta Literaria de Giménez Caballero (Gecé por lo corto), un auténtico personaje:
… de 1923 a 1933. Desde la fundación de la Revista de Occidente a la de Octubre [la revista comunista de Alberti]. Entre el liberalismo de la primera y el radicalismo de la segunda, hubo un terreno neutral, una tierra de todos, más que una tierra de nadie, que se llamó La Gaceta Literaria.
Participa en ella prácticamente el elenco completo de las letras del momento. Sobre el personaje y su revista:
Al hojear hoy La Gaceta queda uno admirado de la capacidad de su director.
Seguramente no ha habido un proyecto literario en España, ni antes ni después, de tales características, ni de tan cosmopolita y bien informado tiro. En sus páginas no era excepcional leer colaboraciones en catalán, portugués, francés e italiano, y no había acontecimiento significativo en cualquier rincón de Europa que no quedase reflejado en una de las columnas de La Gaceta.
Fue, se ha dicho, la revista de la generación del 27. Desde luego. Pero también lo fue de la generación del 98, que nunca tuvo periódico ninguno … y lo fue, en menor medida, de la generación del 14, la de Ortega y Ramón Gómez de la Serna, señores, ellos sí, de una muy elevada fortaleza, la de la revista España, que se editó del 1915 al año 24, cuando pasó el testigo a Revista de Occidente, una publicación hecha por Ortega y Gasset, de la generación del 14, para los jóvenes del 27.
Esto es un ejemplo de lo mejor del libro: el estudio de las letras de la época compensa los frecuentes patinazos en los asuntos de armas; en realidad, referencias a la historia de la época y a la guerra, sesgadas, insostenibles y, a la postre, sin interés.
En la Gaceta escribían “gentes que entonces eran amigos, comían juntos y se divertían juntos, como Montes, Agustín Espinosa, Alberti, Bergamín, Lorca, Buñuel, Ledesma Ramos, el propio Giménez Caballero y en general todos los jóvenes vanguardistas”. Pero cada cual acabó yéndose para su bando. Algunos cambiaron de bando, y en ese caso pasaron, típicamente, del socialismo internacional al nacional, por así decirlo. Trapiello lo ve así: “Dicho de otra manera: o fascistas para conquistar el mundo o comunistas para salvarlo. Se había acabado el tiempo para poder vivirlo.” En realidad, es justo lo contrario: mientras el comunismo declara querer conquistar el mundo (y hasta ser el destino de la Historia con mayúsculas), los fascistas se contentan con salvar su nación y en todo caso ponen límites a su “espacio vital” o a su “imperio”. No debería hacer falta decirlo: es una constante de los liberales que declaran que solo quieren “poder vivir el mundo” echar su cuarto a espadas una y otra vez con quienes “quieren cambiarlo” aunque solo consiguen destruirlo. Sucedió en nuestra Guerra Civil y en la Guerra Mundial que le siguió.
En relación con esto, Trapiello se refiere a unos comentarios de Jose Antonio recogidos en sus últimos papeles, en los que este afirma que un discurso del socialista Prieto se podría repetir “casi de la cruz a la fecha, en un mitin de Falange Española”. Es la acusación liberal de que derechas e izquierdas “se dan la mano por detrás”. El caso indicado, no tiene nada de particular: los movimientos políticos que en aquellos años pretendían superar la escisión derecha-izquierda tenían un discurso social a la altura de las circunstancias. Leemos además que el discurso, junto con los papeles de José Antonio “terminaron llegando a manos de Prieto”. La verdad completa no es que terminaran llegando a manos de Prieto, quien nunca los devolvió. Los retuvo hasta su muerte en 1962; solo su albacea los entregó, en 1977. Es decir, el pimpante “socialista a fuer de liberal” se apropió de los efectos personales de una víctima de los desmanes de la España en que era ministro. En todo caso, al final, Gecé se quedó solo y acabó redactando él mismo la revista que publicaba… Entre las curiosidades cuenta Gecé que el primer escritor que le saludó brazo en alto fue Alberti. Sucedió en 1926, en los talleres tipográficos de su padre.
Sigue una descripción de los artículos de La Gaceta: los de Gecé ocupaban la mitad de la revista; el resto eran artículos de lo más variado: críticas de libros o de arte, poemas, algún ensayo… Textos vanguardistas, experimentalistas… un batiburrillo curiosísimo.
El postureo tercerespañolista de Las Armas y las Letras es continuo; como los intentos de ajustar la realidad al modelo. Por ejemplo:
… nadie quería una España liberal y progresista, porque le había llegado la hora a una España que, más que republicana y demócrata, tenía que ser fascista o comunista.
La cronología desdice esta interpretación: la Gaceta, que apareció (1927), en la Dictadura de Primo de Rivera, desapareció (1932) en el primer año de la república liberal y progresista. El enfrentamiento de “fascistas” y comunistas (en realidad, falangistas y socialistas del PSOE) es unos años posterior.
Siguen las contorsiones tratando de explicar los desarrollos políticos de la época. Se reconoce que los monárquicos les pusieron España a los republicanos en bandeja. Lo que lleva a la pregunta de cómo pudo malograrse entonces esta. Y la única conclusión posible –a la que no se llega– es que la Tercera España malgastó el crédito concedido gobernando contra la España que les dejó paso.
Y con esto acabamos el capítulo. Afortunadamente, en la mayoría de los capítulos se trata más de literatura que de política.
Capítulo segundo
Trata de la maravillosa ciudad del Tormes, el Cuartel General de Salamanca y los primeros días de la guerra, con Miguel de Unamuno en primer plano y el general Millán Astray, Giménez Caballero y el conde de Foxá detrás, así como otras historias de fusilados, ostras y lentejas.
Debajo de esta introducción del contenido del capítulo, leemos esta cita, en catalán y sin traducción:
Per pueril que pugui semblar, la pregunta «qui ha començat?» és moralment decisiva. Joan Sales
Se puede responder esta pregunta retórica mencionando Jaca, Cuatro Vientos; unas elecciones municipales perdidas a las que se da la vuelta agitando la calle para transformarla en un referéndum ganado sobre la monarquía; los continuos atentados contra vidas y haciendas durante seis años, o los pistoleros del PSOE que asesinan estudiantes falangistas, y por supuesto la Revolución de Asturias… ¿Quién ha comenzado? La duda ofendería; sin embargo, la Tercera España es incapaz de percibirlo, incluso trasforma esa ceguera en superioridad moral e implícitamente al menos acusará también a las víctimas de defenderse. Ni siquiera se tiene el detalle de conceder derechos de beligerancia.
El capítulo empieza exponiendo el caso de Unamuno en la Salamanca Nacional y el famoso altercado con Millán Astray. Unamuno empieza apoyando el Alzamiento, del que se irá distanciando por la represión de retaguardia. No se dan cifras que la pongan en contexto, aunque en los sitios donde se impuso el Alzamiento sin apenas oposición todas las muertes me parecen inaceptables.
Poco le duraría el entusiasmo. El episodio más conocido del encontronazo es su discurso en el paraninfo de la Universidad de Salamanca en la celebración del Día de la Hispanidad, que provocó una gresca. Unamuno tuvo la ocurrencia de poner como ejemplo de la brutalidad militar el fusilamiento del independentista filipino Rizal. Millán Astray, que fue voluntario a Filipinas a luchar contra los insurgentes, no pudo dejar pasar esa y le interrumpe, con aclamación del público. Hay discrepancias sobre la frase usada: Viva la Muerte, Muera la inteligencia o Muera la inteligencia traidora. En el relato de Trapiello, Unamuno retoma la palabra respondiendo al supuesto Viva la Muerte de Millán Astray… este habría subido la apuesta con el grito de «¡Muera la inteligencia!», que José María Pemán desvíaría con un «¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran los malos intelectuales!»… El público increpa a Unamuno… Se logra hacer silencio y este pontifica:
«Éste es el tiempo [sic; templo] de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho».
Unamuno, con el obispo Pla y Deniel saliendo del acto del 12 de Octubre. En la foto no se observa ningún indicio de intento de agresión. Incluso se ha comprobado que el legionario que está delante del obispo pertenecía a la escolta de Millán Astray.
Unamuno sale entre Carmen Polo y Pemán, dice Trapiello: “mientras le protegían de falangistas y legionarios que querían llevárselo para el paseo o lincharlo allí mismo”. La foto de abajo lo desmiente:
Este enfrentamiento dialéctico que ha hecho correr ríos de tinta y minutos de cine se puede interpretar de muchas maneras. Lo menos que se puede decir es que Unamuno era muy arrogante (“sumo sacerdote del templo de la inteligencia”) y bastante imprudente. Si les faltaba “razón y derecho en la lucha”, lo que tendría que haber hecho es irse al otro bando, o exiliarse. Lo que no procedía era esa provocación pública.
En una situación de guerra –y en octubre del 36 nadie pensaba que el bando Nacional tuviera la guerra ganada– lo menos que se podía hacer con este lenguaraz era destituirlo y tenerlo bajo arresto domiciliario. Es lo que se hizo. Tres veces fue nombrado rector, por la Monarquía, la República y los alzados, y tres veces fue destituido. En todo caso, no hay nada parecido en el otro bando: un intelectual crítico al que se le invita a hablar en ceremonia pública y que después de una descalificación acerba de las autoridades es protegido y arropado por estas. No cabe pensar en un Ortega y Gasset o un García Morente increpando a los Intelectuales de la Alianza en su famoso congreso. Inimaginable: si incluso se vetó a Gide por mostrarse escéptico sobre el régimen soviético… A Unamuno tampoco se le intimidó para que firmara ningún manifiesto de apoyo a los Nacionales, como a Ortega.
En sus últimas semanas Eugenio Montes sacaba a pasear a Unamuno y sus últimas palabras fueron recogidas por otro falangista, Bartolomé Aragón, que le hacía ese día la visita: «España se salvará porque tiene que salvarse»… El entierro “aprovechado con fines propagandísticos” fue organizado por los propios falangistas, que llevaron el féretro a hombros (el tenor Fleta entre ellos). “Los mismos falangistas” –dice el libro– a los que se había acusado de querer lincharlo en el paraninfo.
Para acabar con el caso:
Sobre la muerte de Unamuno, se ajustaba más a la verdad de lo que pensaban muchos de los sublevados, la nota escueta aparecida en el Diario Vasco, de San Sebastián: «Hizo a España un daño enorme. Que Dios se lo perdone». Lo que traducido en otras palabras era: de no haber muerto junto al brasero, tendría que haber sido en la hoguera. Sus libros, tras la guerra, se prohibieron.
La traducción “en otras palabras” es un juicio de intenciones que, juzgando también intenciones, se puede calificar de rebosante de mala fe. Que Unamuno fue el típico intelectual excesivo, arrogante, lenguaraz, pagado de sí mismo y que se creía autorizado a opinar de todo es un hecho. Pero escribir literatura no garantiza en ningún caso el buen criterio político. Además, no consta que se “prohibieran sus libros”. En todo caso, no se prohíben las cosas, sino las acciones; así que nos quedamos sin saber si se prohibió su venta, reedición, posesión o lectura, y la pena aplicada a cada caso: confiscación, multa, aceite de ricino, prisión o garrote.
Trapiello trata a continuación sobre Giménez Caballero, que había llegado a Salamanca a primeros de noviembre. “Evadido” (palabra excesiva que tiene la connotación negativa de la deserción, que se usará para Ortega) de Madrid como periodista belga. Aquí nos hace una pequeña trampa, quizás inconscientemente:
Sabemos, por el propio Giménez Caballero, que éste no se atrevió a visitar a Unamuno, para no contrariar a Millán Astray, su superior…
No fue al entierro, pero “escribe un elogiosísimo artículo sobre el rector, que difundió la prensa nacionalista.”
No es eso lo que Gecé da a entender en sus memorias: “Temí que al hablarle de convencer, sin medios para ello y saberme a las órdenes de su antagonista, la visita no resultara lo grata y conmovedora que yo soñara” (Memorias de un dictador, p. 89). Es decir, no lo visita porque piensa que va a resultar embarazoso, no por falta de atrevimiento, del que Gecé iba sobrado. En todo caso, no resulta coherente pensar que no se atreve a hacer una visita privada cuando firma un artículo que su jefe Millán Astray podría censurar. No tiene sentido.
La semblanza que se hace de Gecé es interesante; la extravagancia del personaje ayuda. Atención a esto:
Giménez Caballero nunca fue, ni como escritor ni como persona, bien mirado por el resto de los escritores falangistas. La antipatía tiene que provenir, creo yo, aparte de su egolatría, de la sospecha de que fuese judío. Si no, no se explica. En casi todos sus camaradas de entonces es frecuente sorprender alguna frase antisemita. Que Giménez Caballero era judío lo declaraba no sólo su apellido o su nariz, sino esa obsesiva manía suya de meterla en La Gaceta, viniere o no a cuento, con decenas de artículos dedicados a los sefardíes de Salónica, de Jerusalén o de Tánger.
Se equivoca Trapiello. Primero, porque la tradicional judeofobia española no tiene un componente racial, sino el recuerdo de pasadas subversiones y depredaciones y la continua siembra de la cizaña anti hispánica entre la Protesta y el Turco enemigos en los siglos XVI y XVII. El cambio de la actitud sobre los judíos –en especial los sefardíes– en el s. XX es propio de la época. Primo de Rivera abrió el melón con el Real Decreto de 20 de diciembre del 1924 que permitía a los sefardíes, sin nombrarlos, solicitar la nacionalidad española. Y Fernando de los Ríos (y en este caso al fenotipo judaico hay que añadir la militancia anticatólica), ministro de Justicia, propuso otorgar la nacionalidad española a todos los sefarditas del Protectorado Español de Marruecos. Unos años más tarde, durante la guerra mundial, Martínez de Bedoya fue encargado por Franco de la cooperación con los sefarditas (Martínez de Bedoya: el Estado Nacional y los judíos). En este caso, no se trataba de concesiones unilaterales de España a los judíos desde el sentimentalismo, sino de un do ut des práctico (Martínez de Bedoya: Stalin nos da su palabra y los judíos rezan públicamente por Franco).
En todo caso, después de afirmar que hay una sola explicación de la reticencia de los falangistas sobre Gecé (su judaísmo), se da otra (Gecé era un vanguardista y todos los demás unos clasicistas); incluso se indica, indirectamente, que no hace falta explicación al desencuentro, porque estaba cantado. Y hasta se da una razón más: en las elecciones de 1936 se había presentado como candidato independiente en el Bloque Contrarrevolucionario, encabezado por la CEDA. Esto es un evidente caso de sobredeterminación en las explicaciones. ¿Pero, entonces, a qué viene referencia a la nariz judaica? ¿No será una obsesión de Trapiello? Porque vuelve a aparecer poco después:
El propio Giménez Caballero imputó siempre a Sánchez Mazas, de nariz no menos semítica, el que José Antonio pasara de admirarlo a desdeñarlo. Éste le había confesado a Dionisio Ridruejo que cuando leyó Genio de España le pareció un gran libro, pero que, al conocer a su autor, lo creyó un tipejo ridículo con absurdas pretensiones de pasar en España por el Führer.
La antipatía de Gecé y Sánchez Mazas era muy probablemente un caso de competencia por la atención de Jose Antonio. No se puede dejar de traer al caso el testimonio, otra vez, de Martínez de Bedoya sobre el ambiente en la sede de Falange en Marqués de Riscal (Martínez de Bedoya: la Falange por dentro):
Fui considerado como un ser afortunado porque sin mover un dedo me atribuyeron una mesa que fue colocada en una habitación donde ya había otras tres: las de Ernesto Giménez Caballero, José María Alfaro y Rafael Sánchez Mazas, cuyas faenas se relacionaban, más o menos, con propaganda, prensa y dirección del semanario FE. El más asiduo en pasar un rato en aquella habitación era Giménez Caballero, dispuesto siempre a hacer política solo con la imaginación; (…) Alfaro venía muy poco, veía José Antonio en Bakanik o en Embassy, a las horas del aperitivo; y Rafael casi nunca se dignaba subir hasta aquella planta, quedándose a nivel del despacho de José Antonio. Cuando por casualidad coincidían los tres, aquél lugar se convertía en un torneo de ingeniosidades. Recuerdo una discusión entre Giménez Caballero y Sánchez Mazas, con muchos y muy precisos argumentos, en la cual Rafael sostenía que la figura y el papel de José Antonio Primo de Rivera en la historia iban a ser análogos al de César, mientras que Ernesto sostenía que tanto su personalidad como su función histórica se correspondían con Augusto. Excuso referir mi asombro ante aquella escena tan alejada de mis ideas de entonces sobre la política.
Los podemos imaginar discutiendo… Para acabar con el personaje:
… acometió la empresa de editar él solo un periódico que tituló Los combatientes. Lo redactaba en Cogolludo, lo imprimía en Soria y lo distribuía él en persona en el frente de Guadalajara. Que se sepa, no se conserva ningún ejemplar de aquel periódico y por tanto es difícil saber lo que escribió en él, aunque quedan muestras de otros muchos artículos publicados en otros papeles. El que dedicó a Franco y a su estilográfica resulta antológico: «Francisco Franco, si lo veis, no le deis nunca el sable de los antiguos generales decimonónicos. No tiene sable. Sólo se le ve en el bolsillo de la guerrera una pequeña varita negra y plateada. He aquí su bastón de mando, su vara mágica. Su porra, su falo incomparable. Un rasgo de esta estilográfica sobre un papel es superior en energía y voluntad a la porra, al fusil, a la ametralladora y al cañón mejor disparado, porque mueve todos los cañones, ametralladoras, fusiles y porras de la España Nacional».
Un auténtico tarambana, aunque nadie se aburrió leyéndole, tampoco sus detractores. El siguiente personaje –dicho también en doble sentido– es Agustín de Foxá, el autor de Madrid de Corte a checa, una novela dividida en tres partes ambientadas en el Madrid monárquico, el republicano y el frentepopulista. Foxá salió de Madrid escabulléndose con un destino diplomático. De nuevo, se califica la huida como “evasión”. Trapiello se refiere sus Diarios íntimos (“que aparecieron publicados por primera vez, muerto ya Franco, en un rincón de las Obras Completas, en 1976”):
Comenzó a escribirlos en septiembre del 36. Fuera de España. Sólo él se sabía a salvo. La primera anotación corresponde a un martes 22, y reza: «París. Chez Prunier. Unas ostras. Un chablis frappé y fresas a la crema. Mariscos de aquárium. Langostas rojas y un marinero de barro en la escalera. En el “Casino” una mujer se desnuda en el trapecio. Fuera, los percherones. Han bajado a la estación Vitorio y Cortero». De ahí se pasa al miércoles, 23.
En efecto, Foxá era un vividor del que son famosas muchas anécdotas: Soy conde, gordo, fumo puros ¿cómo no voy a ser de derechas? Era falangista a su pesar. Otra de sus frases fue que lo que no perdonaría a los rojos era que le hubieran llevado a vestir la camisa azul; o el Café, Puro y Copa que ponía por delante del trilema falangista de Patria, Justicia y Pan.
En noviembre del 36 Foxá está en la España con los nacionales (se les llama nacionalistas en el libro), y en abril llega a Salamanca, de la que Trapiello hace una graciosa caricatura:
No es, desde luego, la Salamanca unificada que pretenden hacer creer. Está llena de traidores, espías, ambiciosos, idealistas tronados, nazis con guantes de gamuza e italianos con plumas en la cabeza, estrategas de café y conspiradores megalómanos, y la vida de los protagonistas transcurre, vertiginosa, entre el Novelty y el Gran Hotel, el palacio Episcopal y el de Anaya. Se reparten la Falange como si fuera Etiopía, y el Estado, al que quieren llamar nuevo, es el estado más viejo de la tierra: curas y militares.
Por las noches, después de los cafés y de escuchar Radio Sevilla, brillan las cuchilladas arteras, los sordos tiros de pistola: el porvenir de España.
Un poco peliculero. Aunque hubo un par de muertos en “los sucesos de Salamanca” no fue nada comparable a los de mayo en Barcelona. En todo caso, resulta un ambiente mucho más novelesco que el siniestro Madrid rojo.
Su novela es la descripción de una época y, sobre todo, de la dilapidación por los republicanos del enorme crédito político –un auténtico cheque en blanco– que los españoles de casi todo el espectro político les dieron. Ese es el tema principal del libro de Foxá. Trapiello, sin embargo, mira para otro lado y le acusa de mezquindad, tergiversación, usar la brocha gorda y proceder de forma sibilina (“como cangrejo o una anguila”). En todo caso, insistimos, el asunto principal de la novela es el indicado: la dilapidación del crédito político que la práctica totalidad de los españoles le dieron a la Tercera España, asunto que Las Armas y las Letras pasa por alto.
Hay detalles en los que Trapiello es claramente injusto con Foxá:
Un antólogo allega como ejemplo de abyección el retrato que Foxá hace de Azaña en la novela: «Árido de metáforas. Se veía la carga enorme de rencor y desilusión, que era su motor y su fuerza. Era un lírico del odio…», &c. Puede uno no estar de acuerdo, pero para pensar esto, injusto desde luego, no hacía falta tampoco ser un fascista: es lo que, desde otro lugar y por razones diferentes, pensaba, por ejemplo, Unamuno del presidente de la República o el mismo Baroja, a los que, por cierto, no trataban mejor desde una y otra parte, como veremos.
Si la descripción de Foxá es ajustada –y la corroboran otros testigos– no puede ser injusta. Desde luego, más desajustado es calificar a Foxá de fascista. Y más:
Miente, porque no dice toda la verdad; y no dice toda la verdad porque ni a él ni, sobre todo, a la causa que defiende podían interesarle la complejidad del alma humana.
¿No dice toda la verdad en una ficción? Más grave me parece a mí no decirla en un ensayo. El crimen en la zona roja fue mucho más allá que en la novela de Foxá, desgraciadamente; asesinar miles de presos es algo que no se ve todos los días.
En fin, la novela no entrará en el canon, por supuesto; y es más interesante por las circunstancias que por contenido o estilo. Pero de ahí a humillar al autor como se intenta (“moralmente deleznable”), hay mucho trecho. Foxá no asaltó propiedades (tampoco le hacía falta) ni mandó “a paseo” a nadie.
El capítulo sigue con una referencia a Burgos, la otra capital de la España Nacional, así nos describe el ambiente:
Cuando Foxá abandonó Salamanca por Burgos, verano del 38, somos testigos de algo importante: la novela de Salamanca está a punto de convertirse en el Boletín Oficial del Estado. Los románticos de Salamanca son todos ya, o van camino de serlo, empleados y nóminos en una oficina, burócratas del sistema. Es la vida: Foxá a las mujeres de Bucarest les hacía el amor; a las que se encuentra en Burgos, hijas todas de familia, o mujeres de amigos o viudas de mártires, las ama castamente, las acompaña a misa y las invita a angulas.
Lo mismo que en Salamanca, parece que los escritores de Falange no hacen otra cosa en Burgos que ir de café en café, de hotel en hotel, charlas, ostras, reuniones, chocolates con damas, carrasclás por las noches, y por las mañanas sellos de neuralginas.
La descripción tiene un pasar; salvo por las ostras; ¿no serían gigotes de cordero?
El capítulo acaba con una reflexión interesante (aunque discutible) que se repetirá en otro sitio:
… [Foxá] vino con su obra a confirmar, en el fondo, algo que uno ya ha apuntado: el carácter un tanto esquizoide de la literatura fascista española. A diferencia de los franceses o italianos, los fascistas españoles llevaron su literatura de creación por un camino, y su literatura de agitación política por otro.
La explicación es muy simple: en realidad, en España no hubo en la práctica más fascismo que el imaginado por los antifascistas. La esquizofrenia –o delirio paranoico– podría estar en quien perciba a este conde vividor como un fascista.
Capítulo tercero
Así se presenta el contenido:
“Primeros días de la guerra en Madrid, con otros sucesos en los que intervinieron J. R. J., José Bergamín y Rafael Alberti.”
La libertad se ha muerto; la llevan a enterrar.
Los frailes van cantando: ¡Viva la libertad!
(Copla recogida por Bergamín, 1937)
Empieza con las reflexiones históricas:
El hecho de que militares, derechistas, monárquicos y fascistas se hubieran adelantado en su revolución contra la República, soliviantó a sus oponentes hasta tal punto que no pocos extremistas de izquierda, anarquistas, comunistas y los llamados «incontrolados», desataron una sangrienta represión entre los elementos conservadores y simpatizantes de los sublevados, y en la que, naturalmente, cayeron no pocos inocentes.
De nuevo, estas reflexiones políticas más que cuestionables son el peaje que el “revisionista” Trapiello nos hace pagar por su interesante exposición sobre las letras del período. Por cierto, al escribir que se “adelantaron” en su revolución se está dando la razón a los “militares, derechistas, monárquicos y fascistas” que, naturalmente, se alzaron contra la revolución que venían venir.
Yendo a los asuntos de pluma se reúne a los escritores en tres grupos. Uno, formado por “aquellos que estaban abiertamente a favor de la República” o “la España leal”. Otro, formado por los que “de una manera habilidosa lograron soslayar compromisos políticos directos, y evitaron significarse”. De ellos, unos huyeron cuando pudieron y otros “se aplastaron como liebres”. “En tercer lugar, y por último, los que tuvieron que refugiarse en embajadas o evadirse del Madrid republicano ya que su pública adscripción al bando de los sublevados o su oposición al de los republicanos” les hubiera costado entre cara y muy cara. La presentación de los grupos confunde república y gobierno; entre los huidos y entre los alzados había republicanos.
Se dan interesantes detalles de El Mono Azul; no falta una referencia a la sección “A paseo”, y se incluyen unos extractos de los dedicados en septiembre del 36 a Giménez Caballero y a Sánchez Mazas. Esta es la valoración que Trapiello hace de estos párrafos:
Si no fuera porque podrían abrirse viejas heridas, no estaría de más añadir que los comentarios de El Mono Azul, si violentos, no estaban en cierto modo descaminados. No en balde habían sido amigos unos de otros y conocían sus flancos más desprotegidos. El estigma de la cobardía, por ejemplo, fue tal vez la principal leyenda que, en voz baja y en las propias filas falangistas, sobrevoló sobre ambos dirigentes fascistas. ¿Basada en qué? ¿En su oposición, en el caso de Sánchez Mazas, a las represalias que el matonismo falangista estaba siempre dispuesto a llevar a cabo?
No hay heridas que reabrir, porque el falangismo es un recuerdo histórico y nadie se va a revolver en su tumba. En todo caso, se comparte la información que reabriría las heridas: la cobardía de Sánchez Mazas que, en realidad, es debilidad más que cobardía, porque se sobrepuso a ella y volvió a la cárcel tras el permiso concedido. Y aunque fuera cierta la cobardía, eso es desviar la atención sobre las llamadas a paseo de Alberti que no son “violentas”, sino criminales en aquellas circunstancias.
Lo que no se cuenta es que Sánchez Mazas –como la cúpula de Falange– estaba en prisión aun después de una sentencia absolutoria firme. La “legalidad republicana” daba esa posibilidad al gobierno, que la usaba contra sus adversarios políticos. A propósito de esto, hay un dicho aplicable al caso: “en democracia, la oposición acosa el gobierno; en el fascismo, el gobierno acosa a la oposición”. Por último tampoco se dice que las represalias falangistas fueron una respuesta defensiva –demorada hasta el límite de la revuelta interna– a las muertes de falangistas por los pistoleros del PSOE. Recordemos la cita del capítulo anterior: la pregunta «¿quién ha comenzado?» es moralmente decisiva.
En El Mono Azul colabora María Zambrano. Se recoge un artículo suyo «La libertad del intelectual» lleno de enredo orteguiano con reflexiones que valen igual para un roto que para un descosido y cuyo significado no está nada claro, pero en las que se percibe la satisfacción de quien las escribe:
… «Libertad es la palabra mágica, es cierto; pero es necesario esclarecer qué libertad es esta que queremos y cómo hemos de llegar a ella. Porque el descubrimiento de la libertad humana, reavivado por el romanticismo, fue en seguida confundido con el individualismo, con un individualismo arbitrario y caprichoso(…). Y así la libertad se convirtió en separación de la realidad, en vano ensueño quimérico de una imposible independencia. Se confundió la persona, la persona moral de donde brota la libertad, con el individuo vuelto de espaldas a la vida. Y el intelectual vino a desembocar desde el liberalismo romántico en esteticismo humano, trágica contradicción de una encrucijada estéril».
Esto, ¿qué quiere decir?. Trapiello trata de explicarlo refiriéndose a las relaciones personales de Zambrano con personajes del otro bando. Pero eso no explica nada; todos tenemos conocidos y contactos con gentes de ideologías y talantes diferentes de los nuestros, pero cuando se declara una guerra hay que escoger bando. Por lo demás, si un texto no se entiende, no se entiende, y además es ininteligible… palabrería confusa y pretenciosa. Zambrano eligió su bando; el de los “a paseo” de Alberti. ¿Hizo en su momento alguna declaración sobre el enjuiciamiento de circunstancias y la ejecución de su “amigo” Primo de Rivera? ¿No? Pues dejémonos de gastar prosa, y a otra cosa.
Se pasa a tratar del Manifiesto de la Alianza en apoyo a la República, y se introduce el caso de Ortega y Gasset, que se refugia en la Residencia de Estudiantes –enfermo y con septicemia biliar– por considerarlo más seguro que su propia casa o las de familia y amigos. Atención:
… todos sabían que fue una frase suya (su célebre «no es esto, no es esto», publicado en el artículo «Un aldabonazo», de 1931) lo que colocó al filósofo frente a toda la nación como el primer desertor prestigioso del nuevo régimen. Incluso había rechazado una condecoración, la Banda, que le otorgó la República en 1935, lo cual recibieron muchos como una afrenta.
Nótese el calificativo de “desertor” por desengañado. Si no había firmado algún compromiso con la república del que necesitara pedir licencia, no cabe hablar de deserción. Un régimen del que los ciudadanos no pueden exiliarse es la mayor tiranía. Así que llamar “desertores” a los desafectos que abandonan el régimen temiendo por su vida es injusto. Quienes lo abandonan por ese mismo motivo pero siguen sin aceptar al nuevo régimen serán tratados de “exiliados”. En todo caso, al final, Ortega acaba firmando. Pero como después empieza a decirse que su filosofía había señalado el camino al fascismo, huye a Valencia, llega Marsella y acaba en París.
En el exilio, denuncia la frivolidad (en muchos casos, complicidad) de los intelectuales europeos –Einstein en este caso– al apoyar a la España frentepopulista. Abandonado por la izquierda, sin apoyos de la derecha, su destino sería bastante triste. Sus hijos, como los de los de Marañón y Pérez de Ayala, viejos republicanos, luchaban como voluntarios con los alzados.
Un inciso. Trapiello no trata el caso de García Morente, relacionado también con Ortega; ninguna mención. No se dedicó a la literatura, sino a la filosofía, pero tampoco lo hicieron varios otros de los autores citados en el libro. Su caso, desde luego, contradice toda su narrativa y como no se encontraría un solo reproche que hacerle a su persona se deja correr el turno. Siendo como era un típico ejemplo de esa “Tercera España”, ¿cómo se explica su destitución académica y que tuviera que huir tras la advertencia de que iban por su vida?
Se trata a continuación el caso de Juan Ramón Jiménez, que nunca participó en las luchas políticas.
…Ésa fue, quizá, la razón por la cual muchos poetas del 27, encabezados por Neruda, le declararon una guerra sorda y sórdida que incluía hostigamientos, parodias y llamadas telefónicas anónimas, llenas de suciedades e infamias: «Neruda me cantaba, con los varios suyos de entonces, coplas soeces por teléfono», confesará el poeta años después con tristeza.
Una indignidad más del Premio Stalin. J.R.J. rechazó la dirección de la Alianza de Intelectuales Antifascistas que le fue ofrecida y acabó por pedirle al Presidente Azaña permiso para salir para los Estados Unidos. Cuando estuvo a salvo realizó estas sorprendentes declaraciones:
«Madrid ha sido, durante este primer año de guerra, yo lo he visto, una loca fiesta trágica. La alegría, la extraña alegría de una fe ensangrentada rebosaba por todas partes; alegría de convencimiento, alegría de voluntad, alegría de destino favorable o adverso. Y este frenesí entusiasta, esta violenta unión con la verdad, habrían decidido desde el primer momento el triunfo justo del pueblo, si la revolución militar no hubiese sido amparada por codiciosos poderes extraños».
Trapiello no recoge el desplante que J.R.J. le hizo a Serrano Poncela en el exilio, negándole el saludo por ser uno de los principales responsables directos de la masacre de Paracuellos en aquel Madrid de la “alegría”. Es curioso que no se trate de él en el libro, aunque tenga una entrada en el índice de escritores al final.
Este artículo de Agapito Maestre puede ser una muy instructiva introducción al personaje para quien no lo conozca. Su implicación en la gran matanza de Paracuellos es innegable, aunque no sea el principal responsable. Se incluye una carta muy amarga en que afirmó posteriormente que Santiago Carrillo “lo ingresó” en el Partido Comunista, que tras su defección se intentó acabar con su vida en la Batalla del Ebro y que el partido le calumnió y aisló en el exilio. Posteriormente, tuvo que dejar Puerto Rico tras aparecer un artículo con el título de Verdugo rojo en la Universidad de Puerto Rico. Serrano Poncela nunca desmintió su responsabilidad en los hechos, ni se defendió de las acusaciones.
Como se ha dicho, es sorprendente que no haya referencia a este personaje en el libro, pero esté en la lista de personajes del final del libro. Desde luego, sería entrar en un campo de minas del que es difícil salir sin algo más que rasguños. Sin embargo, el artículo citado arriba afirma que su obra El pensamiento de Unamuno es “sin duda alguna la mejor síntesis que se ha escrito hasta hoy sobre el filósofo español”.
El capítulo sigue con el caso de Antonio Machado, cuya colaboración con la revolución frentepopulista es conocida. Se explica porque teniendo a su cargo a madre, hermano y su familia, que dependían de sus ingresos, no hubiera podido salir de Madrid. Sin embargo, su colaboración fue más allá de lo que era necesario para guardar las formas y los dineros.
Se citan sus “líneas de exaltación violenta” y el soneto dedicado a Líster, con el célebre verso «si mi pluma valiera tu pistola», que adulación aparte, no disgusta a Trapiello. En todo caso, la pistola de un oficial solo sirve para quitarse la vida con honor cuando se teme que el enemigo le quebrante la voluntad si lo hace preso.
Desconocido para mí, ya en el 1934 escribió para Octubre, la revista de Alberti, un artículo «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia», que terminaba así: «cuando se lee lo que nos cuentan de Lenin, del modesto gigantesco Lenin, y se recuerdan sus palabras, se comprende cuánto supera el corazón del eslavo a la inteligencia del judío teutón. Y se presiente una reacuñación cordial del marxismo por el alma rusa, que puede ser cantora lírica y comunista en el sentido humano y profundo de que antes hablamos».
En el 34, cuando la coacción de la izquierda aún era resistible, ya no era posible pasar por alto el carácter tiránico y criminal –sin excusas– del comunismo soviético… o de la “reacuñación cordial del marxismo por el alma rusa”. Qué falta le harían semejantes ditirambos que le dejan como encubridor de los crímenes ideológicos del comunismo.
Machado se unió a comitiva del gobierno frentepopulista, que abandona la capital en una maniobra de deserción (aquí sí). Hace noche en Tarancón y alojado en casa de uno de los ricos del pueblo y enterado de que los propietarios (en el libro “la familia que la ocupaba antes”) había sido paseada, “pasó esa noche sobre la alfombra”, por delicadeza. Califica Trapiello esto como “expresión de lo mejor de España”.
Se pasa a exponer la experiencia de Moreno Villa que él mismo cuenta en el libro Vida en claro. Se trata de un poeta al que le encomendaron tareas de archivo e inventario durante la guerra. Cuenta el cambio de actitud en el servicio de la Residencia de Estudiantes, que empieza a mirar a aquellos intelectuales como burgueses, cosa que en todo caso eran. Un administrativo les pidió incluso el dinero de la caja… Oían fusilamientos en las cercanías todas la noches; «… y cuando nos levantábamos oíamos contar a las criadas cómo eran las víctimas de los famosos “paseos”. “El de hoy era un señorito fascista, tenía zapatos de charol y estaba envuelto en una bandera monárquica. El de ayer era un pobre de alpargatas”. Se fijaban mucho en el calzado y en las manos».
Fernández Flórez y Elena Fortún (mencionada una vez pero no tratada en este libro), que vivieron cerca, cuentan algo parecido en sus libros. Uno horrorizado; la otra, en su ficción infantil Celia en la revolución, como quien oye llover, aprovechando el punto de vista infantil de la novela.
Otro de aquellos burgueses, Jiménez Fraud, director de la Residencia de Estudiantes, ”uno de los hombres moralmente más elegantes que ha producido este país” salió de Madrid en septiembre de 1936 hacia Inglaterra con la familia. No escribió nunca de aquellos sucesos.
De Moreno Villa leemos una valoración de nuestro enfrentamiento que desdice la del actual consenso, en el que lo habitual es la identificación del “pueblo” con los militantes de izquierda. Desmiente que la guerra fuera cuestión de dos minorías contra la inmensa mayoría:
«La cosa no era, pues, tan simple como se decía; no era la lucha del pueblo contra tales o cuales poderes tradicionales, sino del pueblo con el pueblo además. Es decir, que la clase baja estaba tan dividida como la burguesa, y como la militar y como la eclesiástica».
Esto desmiente que la guerra fuera cuestión de dos minorías contra la inmensa mayoría, que es la tesis del libro: el concepto de la Guerra Civil que presenta es el de un golpe de estado de terratenientes, curas y militares contra el “pueblo”; así que no se entiende muy bien el encaje de su comentario.
Los escritores consagrados huyen o se trasladan a la retaguardia; los jóvenes toman el relevo. Entre estos destaca el caso de Bergamín, personaje canallesco de cuya vileza da cuenta el libro. Es una especie de Gecé de izquierdas pero con la candidez de la paloma convertida en veneno de víbora. Había dirigido una revista, Cruz y Raya, en la que colaboraron la mayor parte de los falangistas (“fascistas” en el libro). La guerra lo puso al frente de los intelectuales antifascistas. Se reproduce esto de J. R. J.:
«La verdad es que yo nunca he sabido lo que José Bergamín quiere decir cuando escribe largo. Bueno, sé siempre lo que quiere decir cuando “terjiversa” o “calumnia”, eso es fácil, porque ya es sabido que siempre dice lo contrario de la verdad».
Bergamín fue a Moscú en 1928, quedó fascinado –por supuesto– y tuvo la ocurrencia de decir que aquello era “mentira de verdad” en un artículo publicado en La Gaceta Literaria de Gecé (nº 46, pág. 1).
Y pasamos a Alberti, o los Alberti (él y María Teresa León, su mujer). Están de veraneo en Ibiza cuando estalla la guerra. Se esconden “hasta que la isla fue liberada por fuerzas leales”. La “liberación” de Ibiza por las “fuerzas leales” del capitán Bayo (leales a la Generalidad de Cataluña…) aún se recuerda por allí; como la de Menorca. En Mallorca no tuvieron tanta suerte y hubieron de reembarcar a la carrera dejando detrás armas y bagajes (incluso a los milicianos que no se dieron suficiente prisa). Vivió tan ricamente durante la guerra en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola. El libro no recoge la famosa anécdota del insulto que les lanzó Miguel Hernández: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta”.
Trapiello trata de la posible complicidad, incluso participación, de Alberti en los asesinatos de desafectos; un caso espinoso. No hay pruebas materiales. En todo caso, le echa este capote:
En las guerras se muere y se mata, todo en ellas es injusto, de la misma manera que todo en ellas puede llegar a hacerse necesario. Sobre estos particulares jamás se pondrán de acuerdo ni los moralistas ni los filósofos.
Esta argumentación sofística se repite en otras ocasiones: se imputa a los “fascistas” sus crímenes, pero cuando se trata de los republicanos se eleva la culpa a la situación general. Además, no todo en las guerras en injusto. Y nos remitimos al Quijote, que expone la doctrina tradicional: en defensa de religión, patria y libertad es justa la guerra; la guerra es en estos casos algo más que justa: es el ejercicio definitivo de la virtud de la pietas.
Sigue:
Por otro lado las guerras se ganan matando gente, y quien está en una trinchera es solidario y responsable, por el principio de subsidiariedad, no sólo de la trinchera, sino del frente y de la guerra.
Si mañana aparecieran pruebas irrefutables que le implicaran en esas sentencias, cosa improbable, nuestra opinión sobre el poeta no cambiaría un ápice, como no le puede eximir a Sánchez Mazas de las muertes del otro bando el haberse pasado toda la guerra lejos del campo de batalla. Etcétera.
Si su opinión sobre el poeta no cambiaría tras confirmarse su implicación en asesinatos, quiere que decir que ya considera al poeta un asesino… Para compensarlo hace responsable a Sánchez Mazas –que estuvo preso en zona roja durante la guerra– de las muertes injustas del otro bando… Pero que se sepa, este último nunca mandó a paseo a nadie.
Después de tratar de salir del atolladero de las responsabilidades criminales de Alberti, se hace una valoración de su obra trascribiendo unas palabras de un antiguo compañero suyo, Ramón Gaya, que aunque sea acertadas sean quizás un tanto extemporáneas, porque son de 1979. En ellas se califica a Alberti de gran versificador pero poeta muy frío y vacío, con una obra maestra de juventud seguida una decepcionante mediocridad.
Como se ha indicado, las referencias de Trapiello a las actividades criminales de Alberti le han valido acusaciones de revisionista y gracietas como la de Trampiello. Hay que alabar que se atreviera a hacerlo; Alberti estaba en vida y era agasajado por todos. Recuérdese la visita obsequiosa que le hizo al poeta un nieto de Manuel Aznar presidente del gobierno de España. Aquel abuelo suyo, periodista inicialmente republicano, huyó también de los frentepopulistas para poner su pluma al servicio de los rebeldes con causa (que a punto estuvieron también de pasarlo por las armas por sus antecedentes). Quizás mereciera también alguna referencia en el libro.
Capítulo cuarto
Relato de los sucesos ocurridos en Madrid al bohemio Pedro Luis de Gálvez y a un calavera aristócrata, y los casos contrarios de Ramiro de Maeztu y Federico García Lorca, así como muchas otras vidas peregrinas y tristes.
Pedro Luis de Gálvez del que tuve noticia por el libro Desgarrados y Excéntricos de Juan Manuel de Prada, retó a Alfonso XIII en sus años mozos llamándole cretino durante dos horas en un mitin. Fue juzgado y condenado a trece años de prisión. Vivía del sablazo y llegó a recorrer las tabernas de Madrid mendigando con un niño muerto en una caja.
Nos cuenta el libro que es “la única persona de la que Ramón habla mal en su Automoribundia”, aunque Ramón Gómez de la Serna simplemente indica que decide dejar Madrid definitivamente al verlo con mono miliciano y pistolón, porque se da cuenta de que en las circunstancias que se avecinaban él iba a ser uno de esos inocentones incapaces de buscarse la vida: “me fui con la convicción de que si me hubiese quedado hubiera sido el que habría encontrado menos de comer que nadie”.
Sin venir mucho a cuento, se trae una referencia de Francisco Ayala a Gómez de la Serna en que es calificado de «hombre aprensivo y cobarde» en sus Recuerdos y olvidos. No parece especialmente reprochable la cobardía en un escritor (que de hecho no se vendió a ningún bando), especialmente cuando el presidente del país –a cuyo servicio estuvo Ayala– vivía agarrotado por un pánico patológico. En Automoribundia, no recogido por Trapiello, cuenta Ramón que estuvo rompiendo originales, proyectos y esbozos dos noches con dos días y que fue “irreparable el estrago hecho en los papeles” y le costó los “borradores más queridos”. Tampoco se recoge la conversación de Ramón con la mujer de Neruda al pasar por la Granja del Henar: cuando aquel le anuncia que se va, esta le responde que iban a nombrarle el Máximo Gorki español y que en aquel momento llegaba lo “más interesante”. Algunos se lo estaban pasando en grande; como los Alberti.
Volviendo a Gálvez, hay una mención a Cansinos-Assens, que habría escrito un diario, perdido y no hallado, en uno de los múltiples idiomas que sabía, para ocultar su contenido por miedo a aquellos milicianos en que se apoyaba aquel régimen republicano de libertades. Hay menciones a otros autores, como Pedro de Répide o Zamacois. De Zamacois (y es de admirar su ecuanimidad):
«Fue una guerra sin prisioneros, en la que perdimos a García Lorca, a Ramiro de Maeztu, a Manuel Bueno, a Pedro Muñoz Seca…».
El caso de Pedro Muñoz Seca es conocido. Estrenaba en Barcelona el 18 de julio del 36. Tras los aplausos sale a saludar y, nos dice Trapiello, “de una manera muy insensata, había gritado ¡Viva España!”. En efecto, aunque no se explica en el libro, gritar Viva España se podía pagar caro; lo políticamente correcto entonces era decir Viva la República siguiendo el modelo de la masónica Francia donde sigue vigente el tabú de vitorear a Francia “y nada más”, por reaccionario. Gritar Viva Rusia –curiosamente Rusia, no la URSS– estaba bien visto sin embargo en aquella república burguesa.
Muñoz Seca sería detenido en una checa, donde Gálvez lo visitaba insistiendo en que se lo tenía reservado para él mismo y de esta manera protegerlo. No lo logró porque Muñoz Seca acabaría asesinado en la gran masacre de Paracuellos. Así se refiere a ella el libro:
Al cabo de unas semanas muchos presos, en un número que supera los dos mil, fueron sacados de las cárceles de San Antón, la de Porlier, la Modelo, Ventas y Yeserías, y conducidos, en autobuses y camiones, fuera de Madrid. Se dijo que se hacía por seguridad. Entre ellos iba Muñoz Seca, al que habían juzgado pocos días antes, en uno de los tribunales populares que se habían creado en un intento de frenar los paseos. A unos pocos kilómetros de la carretera de Valencia, el convoy se desvió hacia Paracuellos del Jarama, donde el escritor encontró la muerte el 28 de noviembre, junto a otros centenares de personas que murieron por esas fechas. Nadie ha querido cargar, como es lógico, con la responsabilidad política de aquellos asesinatos, y desde entonces las muertes de Paracuellos son uno de los atolladeros donde vienen a meterse muchos historiadores y protagonistas supervivientes.
Hay varias trampas en el relato. Si el número de asesinados “supera los dos mil” no procede hablar de centenares, sino de millares. Los tribunales populares no se habían creado “en un intento de frenar los paseos” sino para darle cobertura de legalidad a la eliminación de desafectos tras el escándalo internacional de la masacre de la Cárcel Modelo en el mes de agosto. Los paseos continuaron, como vemos. Nótense los eufemismos del final: se encuentra lógico que se quiera escurrir la “responsabilidad política” de este “atolladero”. No hay condena ni escándalo en este caso. En el caso de Lorca, por el contrario, se criticará el supuesto silencio de la España Nacional.
Expediente judicial y oficio de José Cuquerella Moscardó, “peligroso fascista” desafecto al régimen que escondía efectos religiosos en su domicilio.
Para acabar, Gálvez murió debidamente ajusticiado tras la guerra, como Hoyos y Vinent, un aristócrata adinerado que había estudiado en el Theresianum de Viena con Alfonso XIII, marqués de Vinent. En la guerra, pidió el carné a la CNT, se enfundó el mono azul y ajustó el pistolón a la cintura. El libro dice con razón que se le nombra más por el personaje que por la literatura que escribió, de ínfima calidad: “… su figura humana es imposible no sentirla próxima: ¿cómo no mirar con simpatía a quien ha renunciado a tanto?“. En realidad, no renunció a nada; simplemente, era así. Renuncia fue la de Jose Antonio Primo de Rivera, abogado brillante, título, bien parecido… que se pone a encabezar un movimiento político que exigía Patria, Justicia y Pan para todos los españoles.
Y se pasa al caso de Ramiro de Maeztu, otro paseado cuyos restos reposan en el Cementerio Martirial de Aravaca junto con los de otro Ramiro, Ledesma Ramos, y varios cientos de asesinados más. Se le califica de “invento del franquismo” que lo intentó oponer a García Lorca “en un esfuerzo desesperado de demostrar que la barbarie de la guerra se había propagado en ambas zonas por igual.”
Que se produjeron barbaridades es un hecho; que se produjeran por igual es debatible. Trapiello sigue con pinceladas negativas sobre el personaje: violento, insensato, extravagante… También se refiere a su juventud izquierdista, se justifica su prisión arbitraria tras la Sanjurjada y se sigue con un ataque a la ideología tradicionalista de Defensa de la Hispanidad:
«Para los españoles no hay otro camino que el de la antigua Monarquía Católica, instituida para servicio de Dios y del prójimo». Que una persona inteligente como Maeztu, conocedor de nuestra historia, firmase una frase como ésa, resulta chocante, como un historiador que dijese algo parecido de la Iglesia, ante la historia de los papas…
Estos comentarios muestran la ceguera de quienes se niegan en redondo a ver la historia como fue por aferrarse a sus fantasías ideológicas. Echemos cuentas. La Monarquía Católica duró desde Recaredo hasta 1812; se puede poner el comienzo en el Reino de Oviedo y el final con la venida de los Borbones, siguen siendo muchos siglos. El régimen liberal democrático se asentó en España a principios de los años 80 del pasado siglo; no lleva medio siglo. El período entre uno y otro lo podemos considerar de transición. Los logros de la Monarquía Católica incluyen la expulsión del Islam del territorio (no hay precedentes históricos) y la contención de su expansión por Europa y el Mediterráneo en el siglo XVI (“la más alta ocasión que vieron los siglos”, dijo el de las armas y las letras). Siguen el Descubrimiento y, por así decirlo, colonización de las Américas, creando el primer imperio global, &c. En contraste con ello, el régimen liberal democrático en sus poco más de 40 años de vida ha conseguido la destrucción demográfica de la nación, que tiene ahora un futuro más que incierto. Es difícil entender que personas inteligentes sufran alucinaciones históricas y que dejen constancia de ellas de forma hasta altanera. Curiosamente, en ningún momento hay en el libro una mínima descalificación del socialismo que permita salvar de excusa a la imparcialidad. Tampoco es de extrañar; liberalismo y socialismo son dos ideologías historicistas antitradicionales, para uno el fin de la historia es el paraíso socialista, para el otro la democracia de mercado. Todo lo que no conduzca a ellos es históricamente irrelevante y, a la postre, falso, así que desaparece del modelo.
A continuación se trata del caso archiconocido de García Lorca en el que llama la atención el encadenamiento de sucesos que hacen pensar en el Destino con mayúscula. Se empieza indicando que era apolítico, aunque sus declaraciones “antifascistas” hubieran sido suficientes para traerle problemas. Sin embargo, tenía amistades en ambos bandos y se recoge el relato de Gabriel Celaya según el cual Lorca era muy amigo de José Antonio Primo de Rivera y cenaba todos los viernes con él, yendo juntos en un taxi con las cortinillas bajadas porque a ninguno le convenía que los vieran juntos. Parece ser que es un mito; no hay segundo testimonio que lo confirme y decir que cenaban “todos los viernes”, cosa prácticamente imposible, lo delata. Todo queda en que se conocían. Como sea, Lorca se va a Granada creyéndose más seguro, pero la ciudad cae “en poder de los fascistas”. Se sigue sintiendo inseguro y se refugia en casa de los Rosales, falangistas, que le ofrecen pasarle a la otra zona. Es decir, se refugia en casa de uno de esos “fascistas”, que le protegen.
Trapiello escribe que “Hoy se sabe el nombre de los asesinos, de los inductores, de todos los que intervinieron, por acción u omisión, en aquel delito. En Granada todavía te los dicen en los bares”, pero no los nombra. Ni Trapiello ni nadie, es mucho más efectivo echarle la culpa al “franquismo” y seguir soltando carrete. Y como el franquismo fue culpable, es natural que lo ocultara:
A raíz de esa muerte cayó, en el bando nacional, un pesado manto de oprobio y silencio. Pocas fueron las voces que se atrevieron a romperlo. Una de ellas, la del poeta sevillano Romero Murube, alcaide del Alcázar, se aventuró a dedicarle, el año 37, la cortísima edición de sus Siete romances…
¿Esperaba que en plena guerra se diera la noticia en la primera plana de la prensa del bando nacional? ¿Sucedía eso acaso con los asesinatos cometidos en la España frentepopulista? Por lo demás, el silencio fue relativo, como se reconoce en el libro. De hecho hubo referencias tan llamativas como el artículo A la España imperial le han asesinado su mejor poeta, en el que se lee “El crimen fue en Granada…” antes de que Machado escribiera el verso famoso. El artículo fue escrito por Luis Hurtado Álvarez y distribuido a los medios de Falange a través de la Jefatura Nacional de Prensa y Propaganda. Consta su publicación en un semanario local andaluz porque desató la ira de las autoridades militares de la zona, sin razón ni mayores consecuencias.
Se da cuenta después de la apropiación de la figura de Lorca por la propaganda del otro bando. Aquí, al contrario que en el caso de Unamuno, no hay denuncia del hecho; es natural, porque de hecho participa en ella. Sin embargo, en el caso de Unamuno fue un simple homenaje de cuerpo presente. En este caso, la apropiación y la utilización como arma arrojadiza dura hasta hoy en día. Hasta acaba de ser elegido “el español de la historia”.
Y para acabar, se recurre al sentimentalismo:
Es imposible saber lo que Lorca habría hecho, como poeta y como persona, de haber salvado su vida. … No sólo la personalidad de Lorca, sino la misma naturaleza humana hacen que todas estas preguntas resulten ociosas, pues ésas, al contrario que aquellas otras preguntas, tienen una sola respuesta: lo asesinaron.
Esto es una floritura retórica poco convincente. Cabe pensar que Trapiello no está muy seguro de que el propio Lorca no hubiera tenido peor final en el Madrid frentepopulista, incluso de que hubiera acabado como “primer poeta de la España Imperial”.
Para que no acabe así la cosa: “A Lorca no lo mataron por ser ‘rojo’, sino por rencillas familiares”:
En Las trece últimas horas en la vida de Federico García Lorca revelé el nombre y el historial de los miembros del pelotón que lo fusilaron. A Federico no lo mataron ni por rojo ni por homosexual, sino por rencillas familiares que enfrentaban a los Lorca con los Roldán y los Alba, estos últimos retratados por Federico en la conocida obra de teatro. Ahí está la clave. Quien lo ejecutó era familiar de la primera mujer de su padre. Y si no fue por rencillas familiares, ¿por qué lo mataron? ¡Si Federico no había hecho nada ni era peligroso, si su padre era un cacique de derechas de toda la vida! Pepín Bello, que era aragonés y lo conoció bien, me decía que Federico, en realidad, era de derechas. A Lorca, y a su familia, se les ha mitificado.
Capítulo quinto
En la ciudad de París se reúnen muchos escritores exilados, unos viejos ya, otros desengañados y otros conspiradores, casi todos muy principales en las letras de España.
Se trata de los huidos y exiliados. Empezando por el caso de Marañón, optimista y triunfador nato, que les da el esquinazo a los frentepopulistas. No era nada fácil dejar aquella república de libertades y derechos a los civiles neutrales políticamente; tampoco hay ninguna reflexión al respecto en el libro. Se recoge que los hijos de Marañón, Ortega y Pérez de Ayala luchaban en “las mesnadas franquistas”; es decir, en las heroicas banderas falangistas en que estos señoritos, hijos del triunvirato máximo de los Intelectuales al Servicio de la República de antaño, eran voluntarios.
El tercero de los desengañados fue Ramón Pérez de Ayala, republicano radical y laicista en su juventud que dimite como embajador al triunfar el Frente Popular en febrero. Salió de Madrid en septiembre de 1936 protegido por la embajada británica. Trapiello reproduce una carta que escribió a Franco en el 37, ofreciéndole sus servicios, y se refiere a la triste figura de estos intelectuales republicanos que –Marañón aparte– tampoco encajaban en el nuevo régimen:
En cierto modo las figuras de Ortega, Marañón y Ayala, tras el descalabro de la República, no dejan de ser dramáticas: hicieron todo lo posible por caer de pie en el nuevo régimen ante la que suponemos sonrisa (la famosa sonrisa) sardónica, fría, paternalista y malvada de Franco…
Esa sonrisa “sardónica, fría, paternalista y malvada” debe de ser una obsesión de Trapiello, porque reaparece más adelante.
Otro escritor exiliado, Chaves Nogales, al que este libro rescató del olvido. Se califica de “en verdad excepcional” su libro A sangre y fuego. “… cuánta belleza, cuánta verdad en esas páginas. Son historias, novelas cortas sobre la guerra y la revolución escritas y publicadas en el mismo año 37 con una libertad que es infrecuente encontrar en uno o en otro bando. Ni siquiera en los independientes.” El libro es una colección de relatos cortos más que novelas, y no pasa de interesantillo aunque leamos que: “Creo que no se encontrarán escritas sobre la misma guerra palabras más juiciosas, actuales y vivas que las suyas”. Quizás esté eso escrito desde el apremio de encontrar ejemplos para la causa de la Tercera España, pero como literatura es de medio pelo, y bastante ralo. En la introducción Chaves asegura que mientras estuvo en Madrid siguió al frente de un periódico gubernamental republicano sin ser molestado por “pequeño burgués liberal” y que solo se fue cuando lo hizo el gobierno: “Ni una hora antes, ni una hora después”.
Pero el gobierno fue a Valencia, mientras que él se largó a París prudentemente… En todo caso, Trapiello lo presenta como un oráculo: “… el esfuerzo más grande e inteligente por entender aquella guerra…». Como buen tercerespañolista, Chaves lo tiene claro: «… tanto más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas». De un lado, maldad; del otro, solo ignorancia.
De Francia pasó a Inglaterra y en Londres habría creado una agencia de noticias. Este asunto suena extraño desde que se lee. ¿Con qué medios? En otra parte se cuenta que los otros socios de la agencia de noticias fueron Salvador Madariaga, masón como él, y Barea, el militante del PSOE encargado de la censura frentepopulista en el Madrid rojo, dedicado a impedir que se conociera la verdad de la zona frentepopulista en el mundo. Desconozco los trabajos de esta “agencia de noticias”, pero como es natural entre masones exiliados españoles, trabajó para los servicios de inteligencia británicos. El interés suscitado sobre su figura ha llevado a rascar en su pasado y se encuentran cosas bastante turbias como esa confluencia de la censura frentepopulista en la guerra de España y la propaganda anglosajona en la europea.
Para acabar de retratar al personaje, antes de ir a Londres, Chaves envió sus seres queridos a sufrir los horrores de aquella España gobernada por los “fascistas” contra los que despotricaba. Y es que hay que investigar muy poco para echar por tierra estas narrativas. En todo caso, su biografía de Belmonte escrita en primera persona, tomando el propio punto de vista del biografiado, sin intervenir de forma perceptible como escritor (parece que sea el propio Belmonte quien escribe), se lee con muchísimo gusto.
Pasamos a otro republicano que se sale por piernas del Madrid rojo en los primeros días de agosto, Azorín. En enero del 39 escribe a Franco un memorial pidiendo la reintegración de todos los intelectuales exiliados, lo que lleva a Trapiello a esta reflexión: “Las democracias se hacen a la luz de los taquígrafos, para decirlo en una sola frase. Las dictaduras se sustentan, por el contrario, sobre el principio de la cizaña, la traición y la insolidaridad”. Ingenuidad de bachiller. Solo falta añadir que las democracias no tienen servicios secretos ni usan los fondos reservados. En todo caso, Azorín volvió del exilio en agosto de 1939. Se le hizo el vacío durante dos años, pero se acabó incorporando a la vida literaria de la nación.
Otro del 98, Baroja, un verdadero verso suelto que no cabía en ninguno de los dos bandos, y que por eso se adhirió al Nacional, aunque los carlistas hicieron pasar al impío una tarde en prisión. Se fue a París y se instaló en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria donde se le vio con recelo, por su desafección a la causa republicana. Hay una referencia al libro que compuso Gecé recopilando artículos suyos, Comunistas, judíos y demás ralea. Al final Baroja se desentiende del libro, y también el propio Gecé, quien insinúa, en su Diario de un dictador, que el libro fue una idea de Baroja para congraciarse con el nuevo régimen.
Se menciona otro libro de memorias de Baroja, Ayer y hoy, publicado en 1939 en Santiago de Chile, considerado “uno de los documentos más importantes de ese período”. También fue excluido de sus obras completas por Baroja y por su sobrino.
En otra de esas hinchadas reflexiones Trapiello defiende a Baroja como demócrata (“Insistimos: por cada línea antidemócrata de Baroja, pueden citarse veinte demócratas…”). Cuando se escribió eso no ser “demócrata” estaba tan mal visto como ser “violento”. No procede extenderse, pero detrás de esta afirmación está otra vez el concepto de democracia del estudiante de secundaria actual, en el que se considera la democracia no como una técnica política más, como muchas limitaciones, sino como el destino inevitable de la Historia, fuera de la cual no hay salvación.
Se trata de explicar por qué Don Pío, Unamuno, Azorín y muchos otros pusieron sus esperanzas en “la espada de un militar” que cortara la podredumbre republicana porque “el Franco del 36 no era todavía el del 38 ni, muchísimo menos, el que vino después”. Esto es un ejercicio de autoengaño. El cambio de Franco se produjo no en el 38 en relación con el 36, sino a la semana de fracasado el Alzamiento, para el que el general Franco publicó un manifiesto que acaba con un llamamiento a la Fraternidad, Libertad e Igualdad liberales. Ese era el propósito del Alzamiento: detener la deriva frentepopulista de la república.
En todo caso, Baroja siguió en París; en 1940 se mudó a Bayona, y después regresó discretamente a España.
Capítulo sexto
Noticias relacionadas con Hora de España y con los que colaboraron en ella, tanto en Valencia como en Barcelona.
Este capítulo trata de los colaboradores de la revista Hora de España, el órgano oficioso de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. La revista trató de evitar la influencia del Partido Comunista y era por ello criticada desde Nueva Cultura. Se la compara a la falangista Vértice. Trapiello indica que en ella se podía pensar, discutir, disentir incluso. Entre los colaboradores están Antonio Machado María Zambrano, Luis Cernuda, Altolaguirre, Dieste, Gaya, León Felipe, Pere Quart, Aleixandre, Sánchez Barbudo, Alberti, Bergamín, Neruda, Máximo José Kahn, Max Aub, Rosa Chacel, &c.
Se dan informaciones diversas sobre sus escritores. Manuel Altolaguirre fue el tipógrafo de la generación del 27 y quien imprimió una buena parte de los libros de todos sus poetas. Los frentepopulistas le fusilaron a dos hermanos; también a otro poeta amigo suyo, José María Hinojosa, y a su padre y un hermano:
Al estallar la guerra Altolaguirre, al que también le fusilarían en Málaga a familiares muy próximos, acababa de reeditar su libro Las islas invitadas, al frente del cual puso un prólogo, en el que dedicaba la obra a los «heroicos defensores de la libertad y la democracia».
Antonio Machado, asiduo de la revista, empieza a mostrar su chochez. Trapiello caritativamente dice que escribe “cosas en las que seguramente no cree del todo”. Por ejemplo esto de noviembre de 38, cuando ya había sido destrozado el ejército del Ebro: «Tal ha sido la gigantesca obra militar de nuestro ejército y de la política del doctor Negrín». También se le disculpa su sovietismo diciendo que se le ve “padecer respecto de Rusia el que parece fue síndrome extendido de la época”. A aquellas alturas era archiconocido que el comunismo soviético era un régimen criminal que eliminaba a los intelectuales desafectos de forma sistemática y solo creaba miseria para el pueblo. No es un síndrome, es complicidad en materia criminal.
Hay una referencia Rosa Chacel, una colaboradora que puso pronto tierra de por medio (otra “deserción”); no queda muy claro por qué:
Fue la de Rosa Chacel, en realidad, la primera deserción pública. Una deserción matizada, pues no desertaba de la República. Únicamente no aceptaba ni la guerra ni la manera en que sus intelectuales la planteaban, y partió hacia París, con su hijo, en marzo del 37.
Se trata después de Cernuda, del que se recoge esta visión suya de la guerra:
«… Desnudas frente a frente vi, de una parte, la sempiterna, la inmortal reacción española, viviendo siempre, entre ignorancia, superstición e intolerancia, en una edad media suya propia; y, de otra, las fuerzas de una España joven cuya oportunidad parecía llegada. Luego me sorprendería, no sólo la suerte de salir indemne de aquella matanza, sino la ignorancia completa de ella en que estuve, aunque ocurriera en torno mío».
No se puede decir más en menos palabras. De una parte, nos regurgita el menú completo de la leyenda negra. De la otra, nos dice que no se enteró de la matanza que ocurrió delante de sus mismos ojos… Cernuda era comunista declarado, por lo que se le aplica, más aunque a Machado, lo antes dicho. Si se acepta la lucha de clases, las matanzas son una consecuencia inevitable. Alegar además ignorancia completa de los paseos no es muy creíble. Trapiello se pone en estos casos de perfil; nada que ver, circulen.
Se cuenta el escándalo que causó un poema de Cernuda, homosexual, dedicado a Lorca, del que suprimió unos versos. Trapiello califica el incidente “un hipócrita alarde de moralina burguesa”. Advirtamos que en aquel entonces la homosexualidad era un “vicio burgués”. Los de la foto de arriba, tres de tres, eran “burgueses”. Le hubiera sorprendido a Cernuda ver que 70 años después los homosexuales (los militantes, claro) han sustituido a los obreros como portadores de la objetividad histórica. En cualquier caso, Cernuda acaba también huyendo de los suyos.
Una anécdota, de 1945:
… el poeta español, tras valorar el hecho de que Franco llevase ya en el gobierno más de cinco años, en un país en que los gobiernos apenas duraban dos, le confesó: «No me hable usted de Baroja. Fue el responsable de la guerra civil. Baroja está en contra del catolicismo y de todo lo que pueda tener categoría espiritual. Representa lo peor de España, el pueblo que es sucio e ignorante y detesta todo lo bueno». El ataque cernudiano en realidad sintonizaba con la furiosa acometida de Salinas contra el autor de Las canciones del suburbio, publicadas un año antes, en 1944, ataques que, hay que decir de paso, le servían a Baroja para cultivar su leyenda de «hombre malo de Itzea».
No entiendo el contexto de la andanada. En todo caso, Baroja es un pesimista escéptico; sus novelas son sombrías y hasta siniestras, sin resquicio a la utopía, ni siquiera a la esperanza; no tiene sentido acusarle de la guerra civil. Más culpa tuvieron los que apoyaron contra viento y marea utopías ya desacreditadas, como el propio Cernuda.
Entre los colaboradores de la Hora de España menos conocidos están el pintor y escritor Ramón Gaya. Y el cartelista comunista Renau, fundador de la revista, Nueva Cultura. Una crítica literaria de Gaya al libro Poesía en la guerra de Miguel Hernández es puesta por Trapiello como prueba de “talante liberal y crítico” de la zona republicana, frente a la sublevada («… no todos esos versos que son verso siempre, son siempre poesía (…) Es un libro desigual y sin medida»). No se entiende cómo se llega a esa conclusión. Especialmente porque acaba de decir que disentir de las ideas literarias podía dar lugar a pensar que se disentía de las ideas políticas, con funestas consecuencias, y además se refiere después al testimonio de Francisco Ayala sobre un amigo suyo desaparecido en la embajada soviética de Valencia. En todo caso, las críticas de Gaya del arte cartelista de Renau y de la poesía de Hernández son intrascendentes, quedan dentro de lo artístico. Lo que nunca se produjo en la zona frentepopulista fue una escena como la de Unamuno: una descalificación de las autoridades por un intelectual en una ceremonia pública. Después veremos que ni siquiera se dejó participar a Gide en el Congreso de Valencia, por las críticas hechas tras su viaje a la URSS. No es coherente.
Otra colaboradora de la revista fue María Zambrano, de la que se transcribe un párrafo del prólogo añadido en 1977 a su libro Los intelectuales en el drama de España:
Es un prólogo de una escritura difícil, sin anclaje fijo, no siempre inteligible, basculante, como solía acontecer con los ensayos de su última época. … Puede incluso perlar las sienes de sudor frío: «El despertar de la inocencia anula la soledad, trae la identificación consigo mismo y con todos los hombres, que parece entonces imposible que sean “otros”; “los otros” o “los demás”…
Ya nos hemos referido a su palabrería. ¿Qué quiere que “El despertar de la inocencia anula la soledad…”?. Posteriormente cuenta la forma de superar el “Identifícate compañero” de las patrullas frentepopulistas que “salieron como por sí mismas en las primeras semanas de la guerra en Madrid”: «Bastaba “dar la cara” sin descaro y mirar desde el fondo de esos ojos que nos miraban. La mirada era lo que más valía, pues que el documento, “el aval”, podía suscitar sospecha o antipatía. Y sin decir palabra, con sólo mirar desde el fondo, decían: “Está bien, pasa” (…). Era, pues, como si me preguntaran: “¿Eres tú?”, y respondiese: “Yo soy tú”».
Qué bonito. El truco para cuando iban a detener personas a su casa no se cuenta. Siguen reflexiones de parecido tenor. Todo palabrería sin sustancia, que Trapiello valora así:
No son, en efecto, ni siquiera estas ideas las que cuentan en los ensayos de María Zambrano. Tanto o más importantes que las ideas, sería el tono, siempre dialogante, y el esfuerzo, titánico, por combatir el fascismo y lo que el fascismo representaba no sólo para el porvenir de los pueblos, como para el presente del pensamiento europeo.
¿El tono dialogante y el esfuerzo para combatir “el fascismo” pueden suplir la pobreza de las ideas en un ensayo? ¿Y de qué fascismo estamos hablando?
Sánchez Barbudo y Arturo Serrano Plaja fueron otros escritores de La Hora de España, menos conocidos y con una obra escasa. Hay también una referencia a Vicente Aleixandre, republicano que mantuvo un perfil bajo, sobrevivió a la guerra y se quedó en España. Y a Rafael Dieste, otro autor poco conocido, el único que defendió a Gide en el famoso Congreso de escritores del 37.
Capítulo séptimo
… de Pamplona, ciudad donde vinieron a parar o se juntaron escritores, carlistas y falangistas que empezaron a imprimir sus libros, revistas y periódicos, así como también de Sevilla, escenario para Queipo, Guillén y el gran visir de Marruecos.
Empezamos con Rafael García Serrano, del que se dice que sus memorias están “desorganizadas por el recuerdo de vivencias violentas”. Las memorias de García Serrano, La gran esperanza, no son las memorias de una vida sino de unos episodios del principio de la guerra, y no tienen intención de narración sistemática. Hay que desmentir rotundamente que sean vivencias violentas. Hay algunas pocas escenas de trinchera y creo que ninguna de combate; no hay detalles truculentos en ningún caso. Se dice además que “cansa tal vez de ellas el tono y la desorganización…”. El tono es el apropiado para el militante ambidiestro que usa las armas y las letras del título del libro de Trapiello. Recuérdese que antes acusa a los escritores falangistas de esquizofrenia porque solo son “fascistas” en la literatura de combate y propaganda, pero no en la literatura de la vida civil, por así decirlo. Aquí hay un caso que refuta su pretensión, pero tampoco le gusta: es “violento”, desorganizado, y padece “síndrome bélico”:
… puede decirse que la mayor parte de los libros y novelas de García Serrano están marcados por el síndrome bélico, desde su Eugenio o la proclamación de la primavera, el primero de todos sus libros, del año 38, La plaza del Castillo o La fiel infantería, hasta su Diccionario para un macuto.
El “síndrome” vale igual para un roto que para un descosido. Antes se aplicaba para justificar la ceguera cómplice de Machado con el estalinismo. Ahora para criticar que la Guerra Civil sea el centro de la obra y vida de RGS. Se le podría aplicar también a Trapiello, cuyo interés en la Guerra Civil, que además no vivió, es evidente. No hay síndrome, hay un interés legítimo, y, en el caso de RGS, la referencia a un periodo de su vida que fue la clave de su biografía, como lo fue de la mayoría de aquellos combatientes voluntarios de la Cruzada y la Campaña de Rusia.
No dice el libro que García Serrano es un novelista de raza y que su Diccionario para un macuto es un glosario único para revivir la experiencia militar de aquellos tiempos. En él se mencionan además muchísimos otros libros y textos interesantes sobre ella. Por cierto, circula un video del hijo periodista en que cuenta que Cela le hizo saber a su padre que nunca entraría en la Real Academia porque los comisarios de la cultura nunca le iban a perdonar que fuera falangista; es decir, que lo siguiera siendo.
García Serrano nos lleva a Fermín Yzurdiaga, “un curita, joven gerifalte, pálido e inquisitorial, violento y remontado, con mucha afición a echar sermones”. Se le pasó el comentario de Foxá sobre el abate: “Don Fermín será la tumba del fascismo”, recogido en el libro de García Serrano.
Otro escritor relacionado es Ángel María Pascual: “… Silva curiosa de historias, y sus escritos en El Español, Cartas de Cosmosia, son obras de muy amena y culta literatura que le granjearon, en un pequeño círculo, fama de escritor exquisito…”. Los tres editan el Arriba y los dos últimos la revista Jerarqvía, «La revista negra de la Falange» (por el color de la cubierta): «Guía nacionalsindicalista del Imperio, de la Sabiduría, de los Oficios». Se publicarían cuatro números solo. Trapiello cambia el tono admirativo usado con la Hora de España por otro displicente e irónico:
… Era un magazine de lujo, destinado a la burguesía nacional incipiente, de extraordinario y moderno diseño, contenidos aparte.
… Los que entienden poco de tipografía, la suelen encontrar muy elegante. … En cuanto al negro de su cubierta, más que el del fascio, es el de la sotana. Todo en sus páginas trasmina a sacristía y cantoral gregoriano con las capitulares magenta.
La revista fue expresión desde el primer número de la retórica de la Falange, las portadillas recuerdan todas los muros de las catedrales e iglesias donde mandaron inscribir los «¡José Antonio, Presente!» con sangre de toro …
… Jerarqvía, más cerca de Cruz y Raya que de Revista de Occidente, ya de lejos, delata su origen y su destino, clerical y rancia por todos los costados.
Aquí hay varios tópicos, como el de la “burguesía nacional incipiente” (¿?) o revista “clerical y rancia” (no es cierto). Del color llamado “sangre de toro” lo mínimo que cabe decir que es muy elegante y tan español que fue elegido allá por el 84 (gobierno del PSOE), como color oficial de España en la Comunidad Económica Europea (CEE). En todo caso, es una revista de lectura, cuidada y elegante. Se pueden ver y leer sus escasos cuatro números en bibliotecas digitales. Se anima a hacerlo.
Eugenio d’Ors es el siguiente autor. Protagoniza algunas anécdotas sabrosas (que es como deben ser las anécdotas):
… un frustrado encuentro con Franco, en Burgos, en el que éste no recibió al literato en una de las apretadas audiencias que concedía. A d’Ors le pareció un crimen que la historia no volviera a repetir la audiencia entre el Goethe y Napoleón modernos. Al referir el desaire, d’Ors comentó dolido: «Es posible que yo no sea Goethe… Pero, recollons, tampoco él es Napoleón».
La vela de armas para la toma de hábito –del falangista– fue también sonada.
Otro centro de los nacionales fue San Sebastián, refugio de vividores con posibles (San Sestabién), en donde estuvieron Cunqueiro, Pla, Samuel Ros, Tono, Mihura y Neville. Allí se editó La Ametralladora, una revista humorística, y Vértice. Además, de La Ametralladora surgiría La Codorniz, cima del humor franquista, no superado aún por el democrático. Nada parecido hubo en la otra zona.
El capítulo echa también una ojeada a las plumas de Sevilla, donde se menciona a Adriano del Valle, “uno de los escasos amigos de Pessoa en España, al que conoció en Lisboa” y autor de un libro de poemas, Primavera portátil, “desde el punto de vista tipográfico uno de los más impecables que habrá salido de manos españolas en los últimos tiempos”, y a Romero Murube, alcaide de los Alcázares Reales y conocido sobre todo por el temprano homenaje a Lorca. También trata de ayudar a Miguel Hernández.
El republicano Jorge Guillén, catedrático en Sevilla, que pudo guardar la ropa y salir de España. Lamentaría años después (“me vi obligado a poner en español”) la traducción del famoso poema de Claudel, A los mártires españoles. Trapiello ve algo raro en su actuación porque también compuso el discurso, publicado en FE de Sevilla, en que dio la bienvenida al gran visir de Marruecos con saludo a Queipo de Llano incluido.
En efecto, parece extraño que se invite a dar el discurso a quien colabora de forma forzada. Y también es extraño que Guillén desautorizara su traducción de un poema a las víctimas. En todo caso, esa traducción desautorizada del poema famoso sigue siendo la más popular. El verso que más duele es este: Once obispos, seis mil sacerdotes asesinados, y ni una sola apostasía.
Trapiello hace un repaso a la colaboración de Guillén con los alzados. Por ejemplo, su lección magistral en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla el 12 de octubre de 1936, y asegura que pudo salir de Sevilla con entera libertad cuantas veces quiso, y volver a ella. En resumen, sin ser del bando nacional, cooperó con él hasta que vio su exilio asegurado.
Además, en Sevilla se publicaba el ABC “nacional”. Se dice de él que “de su ideología monárquica se apreciaban cada vez menos signos”. Se hace un repaso a sus colaboradores, entre los que destaca Wenceslao Fernández Flórez, que narra sus experiencias en el Madrid frentepopulista en Una isla en el mar rojo. Solo recoge críticas de Trapiello. Empezando por el uso «adulterado» de una frase de san Agustín: «Es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido», que no encaja con el contenido “furibundo y violento” del libro. En efecto, si se usa una cita de un Padre de la Iglesia sobre el sufrimiento, se espera que se muestre paciencia, cristiana resignación, perdón a los enemigos, &c. Lo mismo hemos dicho del libro de Trapiello; si se usa a Cervantes en el título del libro, se espera cierta comprensión con quienes tomaron las armas en defensa de su religión, su patria, vida y hacienda.
Tampoco hay más violencia en el libro que la ejercida por los milicianos. Su tono no es furibundo ni violento; es indignado y rencoroso. Sobre lo último, no cabe esperar que todos mueran perdonando a sus torturadores y asesinos. Especialmente cuando hay tan pocos ejemplos en el bando frentepopulista, que sigue tratando de cobrarse la revancha setenta años después.
Se hace una referencia similar a Concha Espina: y se mencionan Marquina, Manuel Machado, Pemán, Giménez Caballero o el periodista Julio Camba, que, igualmente, “escribió violentos artículos antisemitas”, o Salaverría, no menos violento. Calificar de violentos a Fernández Flórez y Camba no me cuadra. Quizás se abusa de esta palabra en el libro.
Otra figura con unas andanzas interesantes es González Ruano, corresponsal del ABC en Roma cuando estalló la guerra, donde permaneció. Se le califica como cínico “no al modo de Foxá, sino al de Gálvez”. Quizá, mitad y mitad.
Capítulo octavo
… también de escritores falangistas y otros que no lo fueron, cuando llegaron a la ciudad de Burgos; del capitán de todos ellos Dionisio Ridruejo al viejo Manuel Machado.
Empieza con una serie de consideraciones políticas que no tienen sostén:
Los republicanos tuvieron, en primer lugar, que improvisar un ejército popular, sin renunciar, naturalmente, a ninguna de las formalidades de un régimen democrático (gobiernos que en aquel caso se sucedían en medio del caos, luchas entre militares, un presidente de la República errático, derrotista y sin autoridad, &c.), lo que lejos de favorecerles para ganar la guerra, parecía perjudicarles.
Hablar de “formalidades democráticas” después de la entrega de armas a los milicianos socialistas, comunistas y anarquistas y de los asesinatos masivos de desafectos es un insulto a la inteligencia aunque en la actualidad sea moneda corriente. Por el contrario, a la otra parte:
… el hecho de no tener Estado les benefició, ya que el que nació en Salamanca lo hizo sin libertades, de manera que el mando militar era en la práctica poder civil y poder político.
La falta de “libertades” es otro tópico. En la zona nacional se declaró el estado de guerra, porque se trataba de eso, y se aplicó la legislación vigente para el estado de guerra de la propia república. En la otra solo se hizo al final: se renunció a declarar estado de guerra para no ceder el mando a los militares, pero no para no limitar “las libertades”. Los republicanos habían gobernado desde las elecciones de febrero mediante estados de excepción sucesivos que acabaron con las libertades. Las libertades de las derechas, por supuesto; la agitación de izquierdas fue in crescendo.
Trapiello recoge una conocida mezquindad:
… José Antonio Primo de Rivera, la sola figura política prestigiada, también murió, en la cárcel de Alicante, en este caso bajo unas balas que Franco debió de juzgar providenciales, ya que, desde Salamanca, no hizo gran cosa por detenerlas o desviarlas (y que el general lo detestaba es cosa probada; con evidente delectación le contó a su cuñado Serrano Suñer [que a su vez lo relata en sus memorias] cómo se había enterado por el secretario del magistrado de Alicante que hizo cumplir la condena, de que a José Antonio el día en que lo fusilaron tuvieron que ponerle una inyección, porque era incapaz de sostenerse de pie)…
No es cierto que Franco no hiciera gran cosa por rescatar a Jose Antonio; tampoco que tuvieran que llevarlo a rastras a la ejecución. Si hubiera sido cierto, hubiera sido repicado por quienes lo ejecutaron. Creo que es único testimonio de Franco al que Trapiello da curso legal en su libro. Otra reflexión inaceptable:
Ese Decreto [de unificación de todas las fuerzas políticas] fue, tal vez, el golpe maestro de la política nacionalista. … los nacionalistas consiguieron meter en un solo partido a carlistas, monárquicos, fascistas, falangistas y cedistas católicos más integristas.
¿Quiénes eran los fascistas? Porque pase que la Falange sea considerada “el fascismo español”, pero si ya está en la lista, ¿cuáles son los otros fascistas?.
En lo tocante a las letras se trata del caso de Dionisio Ridruejo y sus Casi unas memorias. Se relata la historia de la composición del Cara al sol, del que se dice “acoplaron a una música que ya existía de Juan Tellería”. Tampoco fue así; la música la proporcionó el propio Tellería usando una canción ya compuesta, Amanecer en Cegama, cuya música le sienta mejor a la letra del Cara al Sol que a la descripción de un amanecer. Se niega que el himno tenga mucho que ver “con la literatura ni con la poesía”. No le gusta a Trapiello, pero es uno de los himnos más bonitos de la época; y ya que muestra tanta sensibilidad ante la violencia hacemos notar que la letra no tiene la ferocidad liberal de la Marsellesa ni la comunista de la Internacional.
Siguen las andanadas políticas. “La represión alcanzó cotas inimaginables”. Mucho menores –en órdenes de magnitud dadas las circunstancias– que la revancha liberal y comunista en Francia e Italia, donde no hubo guerra civil. Se critican los llamamientos de un periódico a que la gente no acudiese a las ejecuciones públicas. ¿Por qué no podrían ir siendo públicas? ¿No hacían algo peor tantas arpías rojas en Madrid y Levante con los asesinatos de las sacas? ¿No fueron linchamientos públicos –con participación directa de la población– los sucesos de los trenes de la muerte en Vallecas? Trapiello recoge antes los comentarios que hacían cuando iban por las mañanas a examinar los paseados la noche anterior en los alrededores de la Residencia de Estudiantes. También se refiere a la llamada de Hedilla a los falangistas para que impidieran “con toda energía que nadie sacie odios personales y que nadie castigue o humille a quien por hambre o desesperación haya votado a las izquierdas” y que se convirtieran “en una garantía de los injustamente perseguidos”. Desde luego, cuando se llama a la moderación es porque se producen excesos, ¿pero no son meritorios esos llamamientos por sí mismos?
Se vuelve sobre Ridruejo, que llegaría a director general de Propaganda. Como escritor se le valora, correctamente como una medianía. Quedan su Cuaderno de Rusia y su Guía de Castilla la Vieja. Se hace un repaso después a sus principales amigos: Rosales, Montes, Vivanco y Laín. Para acabar con Ridruejo, me extraña que tratando tan extensamente del caso Lorca, no se refiera a la anécdota que cuenta en sus memorias: echa de su presencia al que se consideraba impulsor principal del asesinato de Lorca.
De Laín Entralgo se tratan sus memorias (Descargo de conciencia), indicándose, también correctamente, que a pesar del título, no son las memorias de un hombre que se sienta equivocado o arrepentido. Se toma un párrafo muy ilustrativo en que Laín se pregunta retóricamente sobre las tres reacciones que suscitará su falangismo inicial y el cambio de actitud. Unos dirán que es un cobarde desertor; otros, un ingenuo y, algunos otros el resultado de un proceso evolutivo. Puede que haya una mezcla de todo ello: cobardía, oportunismo y cambio personal. Si se tratara principalmente de lo último, lo procedente sería explicar y defender la postura de los años 40 y la de los 70 dentro cada una de ellas de su contexto. Ciertamente, la sensación que se tiene al leer el Descargo es el de una excusa poco sincera.
A continuación, se trata de Antonio Tovar y de los escritores de la Falange, empezando por Luis Rosales, del que se trató en relación con García Lorca, de Leopoldo Panero y Torrente Ballester, que empieza a escribir entonces, y cuya primera novela, Javier Mariño, “fue retirada por la censura, al igual que La fiel infantería, de García Serrano, y Tras el águila del César, del consejero nacional Santa Marina.” Todas ellas por el contenido poco edificante, y violento –aquí, si– en el caso de Santamarina.
De Eugenio Montes, tenemos esta anécdota:
Al estallar la guerra Montes fue a Salamanca. Ya conocía, por gallego, a Franco, y los dos se tuteaban. En los primeros días, en cuanto llegó a la ciudad, Franco le concedió audiencia. Nos lo cuenta el biógrafo del escritor, Gutiérrez Palacio. Al entrar en la sala donde recibía, antes de que Montes dijera nada, Franco le avanzó, serio, la mano: «¿Qué tal está usted, Montes?», y subrayó ese usted. «Al salir —nos cuenta su biógrafo—, Montes se dijo: “Éste manda”». Pasa siempre: el sentido del humor es la piedra de toque de una inteligencia, y a ellos, a dos o tres al menos, en el fondo no se lo quitó ni Franco.
También Álvaro Cunqueiro, que estuvo más en San Sebastián que en Burgos y que sería después uno de los escritores destacados de aquel “páramo cultural”. A diferencia de Pla, los galleguistas no lo han barrido debajo de la alfombra. Ayuda además que su ficción del género fantástico hace que tenga seguidores “de culto”. Cunqueiro lleva a otro galleguista conservador, Vicente Risco, desconocido para mí, uno de los ideólogos del galleguismo inicial, tradicionalista, como el de la Lliga, y, como este, desbordado pronto por el galleguismo republicano y revolucionario.
Y se acaba con Manuel Machado, “el escritor más grande con que contaron los nacionalistas”, sorprendido por el Alzamiento en Burgos y puesto varios días en prisión por una entrevista en que bromeó con lo que creyó una asonada sin consecuencias. Trapiello aprovecha para saltar otra andanada antifranquista:
… El Franco de Unamuno, y si se apura, aquel por el que suspiraba Baroja, no era el que moría en 1975 con incontables muertes sobre su conciencia y cuarenta años de uno de los mayores oprobios morales que ha sufrido España en toda su historia.
Que se sepa, Franco no tiene ninguna muerte sobre su conciencia. A diferencia, por ejemplo, de su sucesor, que acabó con la vida de un hermano suyo con un disparo.
Un asunto que llama la atención:
Hace unos meses me cupo en suerte preparar una antología de sus poemas. En ella figuraba un poema del que propuse una lectura antifranquista, que nadie ha desmentido. Se titula «Voyou» (granuja, en francés), fue publicado en 1943, y era, por tanto, posterior al célebre soneto a Franco.
Es un poema enigmático. «Ahí esta… Su mirada / no es una espada, pues / se oculta y, empalmada, / la ves y no la ves; pero / de acero / es. Brilla dura y cobarde, / despiadada… No arde. / Ahí está… Blanco… No / lo vio apenas el día. / Su mano (garra) es fría. / Lo peor de todo es que sonría… / Donde lo encuentres, átalo. / No habiendo tiempo, mátalo». ¿Espada de capitán? ¿De qué voyou se trata? ¿Qué significa ese Blanco que a Franco remite?
Granuja solo sería traducción correcta aplicada a un niño o joven… Si se trata de una persona mayor, la traducción es macarra, incluso matón. En el poema no hay ninguna espada, sino como comparación con la mirada; así que no hay pie para la extensión a “espada de capitán”. El blanco sería una referencia a Franco en clave, pero se explica por la vida en la sombra del macarra. Y la referencia a la sonrisa de Franco, segunda vez del libro, es obsesiva. El problema es que la mirada de Franco no era fría, ni dura, ni despiadada. Y la acusación de cobarde es ya de nota. Para rematarlo hay otro poema de Machado sobre su sonrisa: La sonrisa de Franco resplandece.
Caudillo de la nueva Reconquista,
Señor de España que en su fe renace,
sabe vencer y sonreír, y hace
campo de paz la tierra que conquista.
Sabe vencer y sonreír. Su ingenio
militar campa en la guerrera gloria
seguro y firme. Y para hacer Historia
Dios quiso darle mucho más: el genio.
Inspira fe y amor. Doquiera llega
el prestigio triunfal que lo acompaña,
mientras la Patria ante su impulso crece,
para un mañana, que el ayer no niega,
para una España más y más España,
¡la sonrisa de Franco resplandece!
Pues eso, ni fría, ni dura, ni despiadada, sino todo lo contrario; solo hace falta repasar las fotografías de la época. No se encuentra ni una foto en que presente la mirada que imagina Trapiello; la contrario. El libro no debería meterse en esos berenjenales, que solo ponen de manifiesto su ceguera y encono visceral.
Capítulo noveno
… continuación del anterior, con todos aquellos escritores catalanes que hicieron la guerra por la parte de Salamanca y Burgos, con parada en Pamplona.
El capítulo dedicado a los catalanes del bando Nacional es muy interesante porque hoy se oculta que los hubo. Se empieza con Xavier de Salas y Juan Ramón Masoliver creadores de la revista Destino, que apareció en marzo del 37, financiada por la Delegación de Prensa y Propaganda de la Territorial de Cataluña. También de Ignacio Agustí y José Vergés, relacionados con ella. Agustí, que formó parte de la 3.ª Centuria de Falange, es un conocido novelista, el de la saga de los Rius, dos de cuyas novelas están ambientadas en la Guerra Civil. Masoliver, monárquico, militó en el requeté.
Se presenta en detalle el caso especial de Josep Pla, el escritor catalán más importante en el bando franquista. Era también periodista:
… Pla utilizó aquel tiempo su corresponsalía y conocimiento de los túneles del parlamentarismo para iniciarse en el difícil arte de la conspiración, y así se llegaría a saber, por Portela Valladares, presidente del Consejo de Ministros, que Pla le había venido en febrero del 36 con la comisión de Gil Robles para implantar una dictadura.
No es cierto lo que cuenta Trapiello, basado necesariamente en el testimonio de un Portela sobrepasado por las circunstancias y que trataba después de justificarse (también contó falsamente que no telefoneó al Presidente en aquella noche aciaga). El asunto era declarar el estado de guerra para detener las algaradas frentepopulistas que impidieron un recuento fiable de los votos. Lo contemplaba la Constitución y el gobierno se preparó para ello, pero no lo puso en práctica. Por cierto, tras perder las elecciones de 1933, Azaña presionó al presidente de la República Alcalá-Zamora para que convocara nuevas elecciones antes de que se constituyeran las Cortes recién elegidas. Lo cuenta su amigo Martínez Barrio. Tampoco parece creíble, como se dice en el libro, que Pla hubiera “intervenido anónimamente en los editoriales del semanario Arriba, en los primeros tiempos de la Falange”. Era demasiado escéptico para ser falangista.
Pla pudo salir de Barcelona al estallar la guerra con un pasaporte escandinavo facilitado por el padre de una amiga suya. Recaló en Marsella, ayudado económicamente por Cambó, hasta que en el año 38 se instala en Biarritz. En el 39 se sumó a la comitiva que entra triunfal en Barcelona.
Se repasan después las letras en las islas Baleares, con escritores poco conocidos, como los hermanos Villalonga, Miguel y Lorenzo. Una de esas gracietas de Trapiello:
Al modo de Chateaubriand, del que, por cierto, ambos Villalonga escribieron una modélica biografía, Miguel creía de veras en un orden natural aliado del divino, sin que ello menoscabara su inteligencia.
Otro autor, Antonio Espina, poeta que empezó como modernista y vanguardista. Era el gobernador civil de Mallorca, y fue hecho prisionero, aunque sobrevivió. Se menciona a otro, escritor, este francés, Bernanos, autor de Los grandes cementerios bajo la luna, en que se escandaliza de la represión de los Nacionales. Da que pensar que el escritor de los Diálogos de Carmelitas no entendiera cómo se hace frente a una revolución.
Capítulo décimo
… dedicado al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que celebró sus sesiones en julio del año 1937, y a otros escritores y corresponsales extranjeros.
Como siempre, la introducción histórica carga a la izquierda. Esto nos cuentan de las Brigadas Internacionales, y parece que está escrito en serio:
… Les unía la voluntad de acabar con el fascismo, pero hay algo en sus rostros, cuando les vemos en las viejas películas, en lo que puede leerse ese oscuro fracaso que mueve a todos los soñadores. Así les sorprendemos todavía: bromean, fuman, sostienen la mirada o la esconden tras de grandes periódicos llegados de sus patrias remotas, mudos ellos, vergonzosos ante las cámaras que los agrupan junto a mudo farol de negras luces.
Eran comunistas que venían –engañados o a engañar– a luchar por su revolución. Por lo que leemos ahí, engañados mayormente. Su desempeño tuvo un medio pasar. Entre sus jefes –los que venían a engañar– había auténticos criminales.
Se indica la posición de los escritores europeos. De la lista de los que se sumaron a la causa frentepopulista (Rabindranath Tagore, Faulkner, Upton Sinclair, John Steinbeck, Thomas y Heinrich Mann, Thorton Wilder, Romain Rolland, Bernanos, Virginia Woolf, Regler, Saint-Exupéry, Louis Aragon, Paul Eluard, François Mauriac…) solo duele Faulkner; se espera que un caballero sudista sepa oír la propaganda democrática sin inmutarse, impasible el ademán. De los católicos franceses, menor no hablar. En la lista de los que colaboraron en Authors Take Side of the Spanish War se incluye, sorprendentemente, a Pound. Cabe imaginarse que se daría pronto cuenta de su error.
El primer autor tratado es Stephen Spender, poeta comunista que después cambió el relato asegurando que la mayor parte del tiempo que estuvo en España lo dedicó a la liberación de un amante homosexual, encarcelado por desertor. Hay una referencia a otro poeta, W. H. Auden.
Se pondera cuáles son las mejores novelas de la guerra civil y se recoge la opinión extendida de que los mejores poemas sobre la guerra civil los escribieron los españoles y las mejores novelas, los extranjeros. Se citan Por quién doblan las campanas, La quinta columna, L’Espoir, Les grands cimetièrs sous la lune. De los españoles de mencionan los Campos de Aub (El laberinto mágico) o La llama de Barea (tercer volumen de La forja de un rebelde). A falta de un Guerra y paz, se concede el premio a Homenaje a Cataluña, del inglés Orwell. Sin embargo, no es una novela, sino un testimonio en el que no hay más ficción que el entusiasmo ideológico del autor.
Es curioso que no haya una mención a Gironella en todo el libro. Aunque solo sea por la popularidad de su libro Un millón de muertos, creo que se la merece. Cierto es que esa segunda novela de su trilogía parece más una crónica que una ficción; pero el final de la primera novela, en que se describe el fracaso del Alzamiento en Gerona –y que recoge necesariamente la experiencia del autor– es inigualable en la reproducción del ambiente revolucionario de los primeros días. En todo caso, Gironella merecería una mención – aunque sea crítica– porque además, antes de coger la pluma, empuñó las armas aunque en la práctica no apretara el gatillo.
Toca por fin el famoso Congreso de Valencia, “tal vez el acontecimiento cultural más importante de la guerra”. Tras el fiasco de Guadalajara, los Nacionales dejaron de atacar la capital y los frentepopulistas respiraron aquella primavera. Consideraban que podrían ganar la guerra, incluso se dedicaron a luchar a muerte entre ellos en Barcelona para asegurar la preeminencia de su bando cuando ganaran.
Alberti y Bergamín fueron los principales muñidores del congreso. Se trataba de dar la impresión de unidad, cubriendo con la causa del “antifascismo” las irreconciliables diferencias de republicanos, socialistas, estalinistas (en el libro se dice comunistas), poumistas (que también eran comunistas aunque odiados a muerte por los estalinistas) y anarquistas. Acababan de salir del mayo del 37, en el que los comunistas estalinistas aniquilaron a los comunistas poumistas, a muchos físicamente. Se califica esto de “suceso turbio de la guerra” cuando, en realidad, es la prueba definitiva de la inviabilidad del Frente Popular. El antifascismo era solo una pantalla. El cabecilla del POUM, Andrés Nin, fue detenido torturado (desollado vivo) y asesinado en una checa de Alcalá de Henares. Bergamín participó en el posterior linchamiento literario. Puso el prólogo a un panfleto antipoumista. Trapiello pondera “si lo escribió cautivo del Partido Comunista, o de buena fe”; tratándose de Bergamín, las alternativas son cautivo del Partido Comunista o de mala fe. Aquí va un extracto:
«… La organización trotskista española del POUM se rebeló por la traición de mayo de 1937 como una eficacísima instrumentación fascista dentro del territorio republicano …. Los sucesos de mayo de Barcelona, en 1937 revelaron al POUM y a sus directivos como un pequeño partido que traicionaba. Pero la discriminación de estos sucesos ha mostrado que no era tal partido, sino una organización de espionaje y colaboración con el enemigo; es decir, no una organización en connivencia con el enemigo, sino el enemigo mismo, una parte de la organización fascista internacional en España. … La guerra española dio al trotskismo internacional al servicio de Franco su verdadera figura visible de caballo de Troya (…). Verdades que por su evidencia real no son susceptibles de deformación o transformación mentirosa. Ni siquiera por la pluma mágica y engañosa del embaucador Trotsky, cabeza visible de sus esparcidas organizaciones de espionaje y falsificación revolucionaria, al servicio del fascismo internacional».
Este era Bergamín. Lo que no quiere decir que los poumistas fueran unos luises.
El Congreso (julio del 37) trajo a sesenta y seis delegados de todo el mundo. Como se ha indicado antes, André Gide fue excluido. En el Primer Congreso Internacional de escritores, celebrado en París en 1935, Gide había apoyado públicamente el régimen soviético. Pero en 1937, tras la aparición de su libro Retour de l’URSS, y su Retouches a mon retour de l’URSS, escritos a raíz del viaje realizado a la Unión Soviética, Gide dejó de ser considerado un “compañero de viaje”. Además hubo referencias a su homosexualidad.
En realidad, Gide se mostró crítico pero no tanto; diríamos escéptico. Pero no pudo dejar de referirse a lo obvio, a lo que tantos no quisieron ver, y eso fue imperdonable para muchos, porque les dejaba en evidencia. Trapiello deja pasar el hecho sin llegar a la conclusión pertinente: fue un congreso de comunistas y compañeros de viaje en que se toleró a algún despistado. Tampoco aclara que para la izquierda obrerista de entonces la sodomía era un repugnante vicio burgués, como se ha dicho antes.
Sí estuvo André Malraux, que «no parecía prestar a nuestras letras atención alguna. Para él España era una coordenada geográfica y mental por la que pasaba, en aquel momento, la aventura del mundo. Esa aventura que, a su debido tiempo, lo encontró en China», según Gil-Albert.
También, Neruda, que aún no era aún comunista oficial, ni tan famoso, ni tenía los premios Stalin ni Nobel. Se cuentan algunas de sus maldades: malas relaciones y envidia hacia J. R. J., ninguneo y aislamiento de Huidobro, chileno, comunista y poeta como él; enemistad con César Vallejo. Un tipo encantador este Neruda, del que se dice que resulta gracioso que como, Laín, recurriera en el título a la jerga sacramental y católica (Confieso que he vivido) en sus memorias. En el caso de Neruda (Ricardo Eliecer Neftalí, aunque nunca se declaró judío), no tiene sentido decir que su confiteor tiene sentido católico… al contrario, en el libro se pone sus atropellos por montera y echa pelillos a la mar… Se denuncia su “jesuitismo”, que es realidad es fariseísmo talmúdico.
Y nos encontramos otra de estas declaraciones delirantes de superioridad moral en relación con las checas y asesinatos de la retaguardia frentepopulista:
Podían, es cierto, darle cobertura [a los asesinatos en la retaguardia republicana y las checas], pero el principio sobre el que se asientan las ideologías progresistas es el de que la verdad es siempre revolucionaria…
Otra de esas declaraciones altisonantes. Lenin dijo justo lo contrario: la mentira es un arma revolucionaria. En todo caso, para una filosofía historicista la verdad se conforma históricamente, y si el destino de la historia es el paraíso socialista, la verdad es todo lo que lleve al triunfo de la revolución. Y lo mismo para un liberal; la única diferencia es que el destino es la “democracia de mercado”; y cuando la democracia destruye un país se descarta el dato, que en ningún caso sirve para refutar la teoría, incluso se sube la apuesta: los problemas de la democracia se resuelven con más democracia, &c.
Una precisión:
Las sesiones [del Congreso], que empezaban o terminaban con el canto de La Internacional o el Himno de Riego (con los nombres de los caídos o asesinados en dos cartelones del fondo, que, jugadas de la retórica, recordaban los ¡presente!, que llenaban los muros de la otra zona), fueron en general tediosas y no aportaron soluciones concretas ni al problema de la guerra ni al más concreto del compromiso de los escritores con la causa popular.
El telón de los caídos de los actos falangistas fue muy anterior al grabado de los nombres de los caídos de la Cruzada en los muros de las iglesias. Como anteriores fueron los asesinatos de falangistas por los pistoleros socialistas, que empezaron esa guerra. Primo de Rivera tuvo que aceptar las represalias a regañadientes, porque los suyos se cansaron de poner el cuello… Esto no encaja, desde luego, con la narrativa trapisondista de la Tercera España, pero fue así. Basta comprobar las fechas.
De lo estrictamente literario, leemos que lo más interesante fue la Ponencia colectiva de los más jóvenes: Serrano Plaja, Sánchez Barbudo, Ángel Gaos, Antonio Aparicio, Souto, Prados, Eduardo Vicente, Gil-Albert, Herrera Petere, Lorenzo Varela, Miguel Hernández, Prieto y Gaya. Figuras de segundo orden, la mayoría desconocido y mayormente “compañeros de viaje”. Trapiello destaca esto de Machado, “silencioso, antidemagogo, honesto”:
«Escribir para el pueblo (decía mi maestro) ¡qué más quisiera yo! (…). Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla… Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas (…). El señoritismo ignora, se complace en ignorar jesuiticamente, la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. “Nadie es más que nadie”, reza un adagio de Castilla…
Pero en Castilla el pueblo recibió con una alegría indescriptible el Alzamiento, y se volcó como voluntario en la Cruzada. Su soldada era de dos reales (A la derecha va el Tercio, a la izquierda, Regulares, y los que vienen detrás, son los que cobran dos reales), frente a los dos duros de la milicianada, que ganaba más en las trincheras –o en la retaguardia– que trabajando. También se volcaron muchos señoritos, como los hijos de los tres próceres republicanos.
Acaba el capítulo con una referencia a Gerardo Diego, que no participó en el congreso, “católico e impresionado desagradablemente por los incendios de conventos e iglesias” (nótese el eufemismo cursi). Su amigo Juan Larrea trató de atraerlo a la causa republicana, sin conseguirlo.
Y con esto y una poesía se cierra el capítulo del Congreso sin una valoración de su impostura, aunque lo expuesto sea suficiente para el buen entendedor: una operación comunista de propaganda.
Capítulo undécimo
… para recordar a aquellos escritores que no encontraron un lugar más apropiado en otros capítulos precedentes.
Se recuerda a autores varios, como José María Morón, autor de un único libro, Minero de estrellas. Como Ramón J. Sender, que “escribió su libro sobre las matanzas de Casas Viejas”, visitó Rusia en 1934. Hay una referencia al “relato brutal de Líster de la actuación del novelista en la guerra, que lo acusa de cobarde”. Creo que merecería más sitio. Barea, autor de La forja de un rebelde, “novela autobiográfica de apasionante lectura y corte muy barojiano”. Repitamos: encargado de la censura informativa de los corresponsales extranjeros, a los que impedía contar la verdad sobre la marcha de la guerra. El desconocido Benjamín Jarnés, “el escritor más asiduo de la Revista de Occidente”, autor de Su línea de fuego. Muy poco conocidos también: José Herrera Petere, autor de Acero de Madrid, Juan Chabás y Pedro Garfias.
De Jacinto Benavente nos enteramos de que representó en Valencia una obra de tema revolucionario, La Santa Rusia. Volvió a Madrid en el 1939 se le hizo el vacío unos años y volvió a los teatros y los salones como si nada hubiese pasado. De Alejandro Casona que salió de Asturias asustado y acabó en América del Sur. No se cuenta que la intelectualidad izquierdista le hizo el vacío tras volver a España en los 60.
Hay también referencias a Sánchez Albornoz, León Felipe, Madariaga, Américo Castro, Corpus Barga… Y a algunos nacionales: Castroviejo, Marqueríe, Samuel Ros, Miquelarena. O los discretos Ramón Carande y José María de Cossío, que pudieron sobrevivir en el Madrid rojo:
A la casa de estos dos señores de derechas iban todos aquellos a los que la guerra había copado en Madrid, Mourlane e Isaac del Vando Villar, entre ellos. Alguno, por las privaciones, llevaba vida de mendigo, en pensiones misérrimas, con patronas y criadas que chantajeaban con la delación. De vez en cuando, a esos escritores e intelectuales de derechas, iba a verles Miguel Hernández. Hernández se veía también con Aleixandre. Aleixandre soportaba su enfermedad… ¿Quién podrá reconstruir todas esas vidas?
Capítulo duodécimo
… y último, que tiene por escenario la ciudad de Barcelona, y como protagonistas a algunos escritores que pasaron la guerra allí o unos meses de ella, hasta llegar al final de todo.
Se empieza con los días del comienzo de la guerra, repasando los escritores afectos al Alzamiento o desafectos a la República: Santa Marina, Félix Ros, Pla e Ignacio Agustí; Marià Manent, Foix, Brunet o Junoy
El falangista Luys Santa Marina es otro auténtico personaje. Leemos: “Incluso en las fotografías que de él se conservan, sus ojos delatan esa febrilidad de los padres del desierto que han de combatir la pujante rebelión de la carne con un puñado de mijo seco y ayunos y vigilias estratégicamente administrados.” No se indica que Max Aub lo incluye en sus Campos (Luis Salomar). Su une al Alzamiento, y es condenado a muerte, tres veces tres. Sobrevivió toda la guerra en varias cárceles frentepopulistas y se plantó tres calaveras en el bolsillo la camisa, debajo del yugo y las flechas “donde otros lucían tres luceros”. Incorrecto; solo el Jefe de la Primera Línea de Falange, las llevó. Y no eran luceros, sino estrellas; aunque al ser estrellas de cuatro puntas desde el punto de vista iconográfico sean también luceros: una estrella de cuatro puntas, cristiana, a diferencia de la satánica de cinco puntas.
Tuvo la valentía de sublevarse en su última prisión, San Miguel de los Reyes, y hacerse con la plaza antes de la llegada de los militares. Su fama viene de Cisneros (excelente biografía a la que Trapiello no le dedica una línea) y del truculento (aquí sí) Tras el águila del César, “extremadamente violento y racista, con un lirismo muy canalla, a lo Malaparte o Céline”. Prohibida por las censuras de la Republica y la de Franco: la segunda edición, de 1939, fue retirada para no irritar a «la morisma aliada». Aunque es de dudar que leyeran mucho los Regulares. Entre medias, le valió además una de las condenas a muerte no ejecutadas.
Atención a este comentario sobre Luys Santamarina:
Como ocurre con muchos otros escritores falangistas, las obras de Santa Marina son de dos clases: unas, políticas, entusiastas y violentas, con la mirada puesta en la victoria y el aplastamiento del enemigo; otras, en cambio, románticas, silenciosas, fracasadas ellas mismas, con la conciencia profunda de todo lo que apenas tiene porvenir. Unas parecen las páginas rabiosas de un hombre vesánico, la insania de un reaccionario exaltado; otras, por el contrario, parecen una sonata, casi pastoral.
Trapiello está generalizando una idea a la que ha llegado precipitadamente. La única obra “vesánica” y “exaltada” es su primera, Tras el Águila del César, inclasificable, y que realmente es violenta, pero no es obra de militancia. Romanticismo no hay en ninguna. Amargura del fracaso puede haberlo en algunas; en todo caso, esa amargura estaría justificada tras la desactivación del proyecto falangista. En todo caso, ¿por qué no podría tocar distintos registros? La vida misma es así.
En todo caso, Cisneros e Italia mi ventura son obras magistrales, de las que no se comprende que se diga que “es posible que cueste leerlos hoy”. En ningún caso cuesta leerlas, aunque hay veces haya que buscar en el diccionario algunas palabras arcaicas, de la época de los sucesos, que contribuyen a meternos en el ambiente del libro.
Entre los asistentes a su tertulia en Barcelona estaba “uno de sus mejores amigos entonces”, el republicano Max Aub. Este le retrata en Campo cerrado (como Luis Salomar), primera entrega de la hexalogía de Aub (el Laberinto mágico o “Los Campos”), escrita en el exilio mexicano:
Los Campos, que pueden adscribirse a una verdadera estirpe barojiana, impresionan por el respeto que muestran hacia la realidad, sin ahorros ni componendas…
Respeto a la realidad hay bastante poco; al contrario, muestra un sectarismo militante con el agravante del destiempo. Aub estiró demasiado el asunto y en el último libro se le nota cansado e incapaz de cuajar un final. Escribe también otro libro sobre su experiencia al visitar España en 1969, La gallina ciega en el que, dice Trapiello, “juzga desairado, a veces rencoroso, a menudo altanero a los antiguos protagonistas de la guerra” y “lo único que parece preocuparle de esa España que reencuentra es que no se conozca en ella «el santo de mi nombre», que no se hayan leído sus libros o que sea un perfecto desconocido”.
Probablemente, esto explica el desinterés que se percibe en el último libro de la serie, Campo Francés, publicado en 1968. Aub se habría dado cuenta de que para entonces el público había ya pasado página a la guerra civil; aunque cincuenta años después haya vuelto.
Una figura menor es Samuel Ross, que operó en «La Quinta Columna» de Barcelona y fue detenido al año de actividades Félix Ros y llevado a una checa. Antonio Machado se negó a ayudarle con un: «Pues ¿qué?… ¿Quiere usted que nos arranquen también las uñas a los antifascistas?». Una anécdota: Fue uno de los que saquearon el piso de Juan Ramón Jiménez en el 39, llevándose manuscritos del poeta. Le serían devueltos por la intervención de Pemán. J. R. J. le mandó este recado: «Me gustaría mucho saber por ustedes mismos que estas cosas les han sido útiles y agradables». Por cierto, la casa de Samuel Ros en Madrid había sido saqueada al comienzo de la Guerra Civil.
Hay varias referencias a diversos autores catalanes, muchos de ellos poco conocidos: Mariá Manent, J. V. Foix, Carles Riba, Carner, Pere Quart (seudónimo de Joan Oliver), poetas. Siguen Mercé Rodoreda, Agustí Bartra, Joan Sales. Un detalle, sobre Josep Janés:
Regresó Janés a Cataluña, lo detuvieron, le formaron un consejo de guerra y lo condenaron a muerte, pero tanto Santa Marina como Ros, a favor de los cuales Janés había testificado años atrás, le devolvieron el favor, y Janés fue puesto en la calle, libre de cargos.
Qué menos. Y se pasa a los autores que se trasladaron a Cataluña en su huida. Se dan más detalles del caso más conocido: Antonio Machado. Aquí tenemos uno de las párrafos más falaces y sectarios del libro:
Los nacionalistas, sin embargo, no contentos con la victoria, practicaban y deseaban la aniquilación. Lo dijimos al principio de este libro: Franco buscaba, desde que la empezó, una guerra de exterminio. No perseguía la curación de España, como creyeron gentes como Unamuno, sino su amputación definitiva. Sólo así se explica el bombardeo por la aviación alemana de la estación de Figueras, repleta de refugiados civiles que esperaban tomar los trenes que les conducirían a Francia.
Nadie solvente puede decir que el Alzamiento buscara la guerra civil. Franco se alzó por la libertad, igualdad y fraternidad, literalmente, como hemos indicado. Y desde luego, no hubo exterminio. Las desbandadas de los frentepopulistas fueron siempre un caos en que militares y civiles estaban juntos y revueltos. Así que nada tiene de extrañar que en el bombardeo de la estación de Figueras murieran civiles. Recordemos el de Cabra, en la retaguardia, o el del zoco de Tetuán, al comienzo mismo de la guerra, con el que se intentaba la rebelión de los moros, o los repetidos bombardeos de Valladolid. ¿Habrá llegado a Trapiello noticia de ellos?
Se trata del fallido fusilamiento de Sánchez Mazas, prisionero, por la soldadesca frentepopulista en retirada. Hay una antipatía por el personaje que contrasta con los anteriores lagrimones por las víctimas civiles de los bombardeos. Se trae otra vez a cuento un asunto irrelevante para el caso:
¿Fue Sánchez Mazas un hombre valeroso? Corrieron muchas leyendas al respecto. En todo caso durante la guerra no le dieron lugar a demostrarlo, porque la pasó la mitad en la embajada de Chile, en Madrid, y la otra mitad en cárceles catalanas.
Sigue con la acusación inaceptable de que “aquélla era una guerra a la que él había contribuido como pocos”. Pero poco después se trascriben unas palabras de Ridruejo que no encajan con la narrativa: le define como “nacionalista maurrasiano” (aunque para Trapiello es “el intelectual del fascismo español”) y se hace una referencia a la “aversión temperamental por los métodos violentos que casi todos los demás le exigían“. Tampoco recoge Trapiello –ya lo hemos dicho– que los métodos violentos de la Falange fueron en respuesta a las agresiones y los asesinatos recurrentes de los pistoleros del PSOE. ¿A qué cree Trapiello qué se refiere con la Oración por los Caídos compuesta por Sánchez Mazas? Volvemos a la cita usada por en un capítulo: saber quién empezó primero es moralmente relevante. Saberlo y también reflejarlo cuando es oportuno.
Se le señala además como “medio judío”; lo que no he visto confirmado, pero muestra que en 1994 aún se podía notar el fenotipo judío de un individuo. Se le acredita la creación de muchos de los mitos y símbolos del futuro falangismo español. No es verdad en el caso de los símbolos, que procedían mayormente de las JONS. Aunque es cierto que a Sánchez Mazas se le considera el creador del “estilo falangista”, cualquier cosa que eso sea.
Se termina con un elogio a su prosa, “tal vez uno de los mejores castellanos de toda su época”, “una prosa inconfundible que aún hoy asombra a la media docena que en España lo leen”. Incluso se aventura que “seguramente su purgatorio ha llegado al final”. Parece poco probable que quieran sacar del “purgatorio” a Sánchez Mazas los responsables de su olvido. Van treinta años desde que eso se escribió y no hay tenido muchas reimpresiones que yo sepa. Al escritor que noveló su fusilamiento también se le ha acusado de “revisionista”.
Aunque el capítulo se dedica a los escritores de Barcelona, se trata después el caso de Miguel Hernández para rematar el libro, si dejamos aparte el siguiente capítulo sobre Azaña, de reivindicación política más que literaria. Hernández representaría a los que o no pudieron o no consiguieron huir y se escribe que “su muerte, injusta y brutal, un eco siniestro y no extinguido de la de Lorca”. Sin embargo, las muertes de uno y otro tuvieron poco que ver: en un caso se trató de un asesinato; en el otro, de una muerte por enfermedad en prisión. En lo que coinciden es en que parece que no pudieron hurtarse a las vueltas y revueltas del destino y en la ayuda que a los dos les prestaron los falangistas, especialmente a Hernández. Los falangistas se volcaron en ayudar a Hernández, a quien Lorca rehuía hasta el punto de dejar de ir una vez a casa de Aleixandre porque estaba Hernández.
Calificar su muerte brutal es calumnioso. Ni lo despeñaron por el tajo de Ronda, ni murió en una saca de presos con nocturnidad, ni desollado vivo como Nin. En todo caso, después de apuntar las supuestas responsabilidades políticas de Sánchez Mazas, no se puede tratar a Hernández de inocente, como se hace aquí: visitó Rusia y fue nombrado comisario político comunista después.
De su poema dedicado a Pasionaria se transcriben las palabras del Nobel Semprún, comunista y flamante Kapo en Buchenwald: «… en Miguel Hernández, de origen católico y campesino, se expresan con fuerza (y con eficacia poética) todos los tópicos religiosos del culto a los líderes propios de una cultura católica y campesina, que ha venido a fundirse en la cultura marxista, pervirtiéndola». El culto a los líderes es específico de las culturas comunistas: Lenin, Stalin, Mao, Kim Yong llenaron sus países de estatuas y retratos suyos. Por cierto, por el contrario, en los tiempos del socialismo nacional no se plantaron en Alemania estatuas del Canciller Hitler. Ninguna. Lo de la cultura católica y campesina que pervierte la cultura marxista es para que los investigue en mayor detalle quien tenga tiempo y humor.
En todo caso, los bandazos del destino que impedirían huir o esconderse produjeron un encadenamiento de circunstancias que le llevaron a la cárcel, a pesar de que le ayudaron muchos falangistas: Eduardo Llosent, Romero Murube, Perez Clotet, Juan Bellod, Sánchez Mazas, Jose María Alfaro, Ridruejo, Laín. Murió en prisión de enfermedad. No sé si injusta, pero su muerte en ningún caso fue brutal.
Final
Este capítulo de dedica exclusivamente a Azaña, muy reivindicado allá por los años 90, cuando el libro fue escrito. Recuérdese que hasta el nieto de Manuel Aznar quedó atrapado por el personaje al que su abuelo había dado la espalda. Esta es la cita que encabeza el capítulo:
Se hundirán otros dioses en la sombra y saldrán a la luz los infortunios, pero aquello que fue de veras grande será por siempre.
Grandilocuencia hueca. Suena heroico, incluso wagneriano, pero es de un ignoto Tijonov. No sabemos si se refiere a Azaña, a la República o a ambos. En todo caso, es realmente atrevido hablar de la grandeza de uno u otra, especialmente después de negársela a la Monarquía Católica.
Se le dedica a don Manuel Azaña y nadie más un capítulo del libro porque “solo se le ve en toda la guerra”. Discutible: se guardó el protocolo y se le dio la protección debida al cargo, como debe ser. ¿Por qué tendrían que hacer más? Políticamente los republicanos de izquierda, su partido, eran muy poca cosa, aunque se creían los amos de aquella república. Sus socios obreristas del Frente Popular le dejaron actuar solo en la medida en que les convenía, naturalmente. Él lo sabía y aceptó el papel. En todo caso, en sus diarios dejó constancia de cuánto los despreciaba.
Siguen los fantaseos y se afirma que el 1 de abril de 1939 mueren las libertades de los pueblos España y también la “España antigua, romántica, muy pura, de ciudades desde las que se veía el campo, y campos en los que aún reinaba aquel «maravilloso silencio» cervantino.”. Nuevo recurso a Cervantes. Pero tampoco es cierto: la España “antigua, romántica, muy pura” no murió en el 39, sino en el 59 con el Plan de Estabilización. Siguen reflexiones del mismo tenor y se hace una referencia a la cobardía patológica del personaje, aunque sin hacer sangre como en el caso de Sánchez Mazas. Finalmente se trata de su literatura:
Es verdad que Azaña fracasó en su literatura, tan acicalada siempre, con brillantina casticista, de barbería de pueblo, que deja su pelambre un tanto apelmazada y dulzona, lista para que se posen allí las moscas.
Léase entre líneas lo que no se dice: plúmbea, relamida, rancia.
De su producción literaria lo más relevante –por razones históricas– son sus Diarios, que se han beneficiado de la tragicomedia de su robo. Por cierto, una frase de Trapiello que puede pasar al repertorio: “Un escritor de diarios es un seductor fracasado. Seduce a muertos”. A los vivos no los tenía en gran estima:
… cuando se leen los diarios del gobernante sin gobierno, del escritor sin lectores, nos encontramos con que en la España de Azaña no hay españoles. No encuentra Azaña a nadie a la altura de ese sueño, sus colaboradores son «ineptos», sus compañeros políticos, «lobos», «vesánicos, ridículos»; incluso para sus amigos tiene una frase doble, un doble sentido. «Veo en los sucesos de España un insulto, una rebelión contra la inteligencia», le dirá en una carta a Ángel Osorio en 1939.
Así era el personaje, y así era los ministros de aquella República.
Sobre sus Diarios y su robo, leemos que fue “un robo rocambolesco con espías de los servicios secretos que lograron hacerse con uno o dos cuadernos”. La historia, que no se cuenta en el libro, es esta: Azaña le entrega los diarios a su cuñado y amigo Rivas Cherif cuando fue destinado al consulado de Ginebra, para ponerlos a salvo. Este empezó a leerlos y le gustaron tanto que incluso los leía/declamaba delante de otros empleados del consulado. Uno de ellos era Antonio Espinosa San Martín, que espiaba para los alzados. Al saber que se sospechaba de él, planea la huida, robando los diarios. Se llevo tres de los nueve cuadernos.
Azaña intentó recuperarlos intercambiándolos por Sánchez Mazas, pero no prosperó la propuesta. La historia está recogida en un libro escrito por un sobrino del sustractor: Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares. Extractos de los diarios fueron publicados por los Nacionales con la obvia intención de causar división en el gobierno de la Republica. Es tópico decir que fueron “manipulados”. Pero no hay manipulación; ni hacía falta. Salas Larrazábal, el editor, solo tuvo que hacer una selección de las opiniones demoledoras de Azaña sobre todos sus colegas de la conspiración y del gobierno republicanos. Los despelleja, literalmente. La colección de caricaturas está a la altura. Este es Prieto:
Esta es la valoración que leemos de los Diarios:
… la lección de libertad y tolerancia que contienen [Los diarios] es bandera más que suficiente para izquierdas y derechas. O sea: es ya un clásico.
La expresión lección de libertad no tiene sentido, porque la libertad no se enseña. En su caso, sería lección sobre el ejercicio de la libertad, que en un gobernante no es una virtud especialmente relevante y, en todo caso, es dudoso que una persona tan cobarde tenga el suficiente aplomo para elegir el camino del deber al ejercer su libertad. Si se refiere a la libertad de otros: no parece que la favorezcan prohibir la enseñanza católica la favorezca, suspender garantías con leyes para la defensa de la república y contra vagos y maleantes, &c. Y ya hemos indicado que durante su Presidencia se gobernó mediante un estado de alarma sucesivo. La referencia a su tolerancia es también improcedente. Desde luego, se puede hablar de la tolerancia de quien permitió las quemas de conventos, pero como mal ejemplo de la forma en que no hay que ejercer la tolerancia. Y con esos dos argumentos Trapiello concluye que estamos ante un clásico.
No; no es eso, no es eso. La conclusión que se saca al leer los diarios es la autocomplacencia de Azaña con la posición política que le llueve del cielo, la absoluta falta de cualificación de los republicanos como hombres de Estado, incluido el propio Azaña, y el sectarismo de todos ellos. Eso es lo que trasmiten los Diarios: no hay “tolerancia” –ni tregua– hacia los españoles desafectos al régimen republicano, ni siquiera a los afectos situados a su derecha. Y lo demás es literatura; como la referencia a la Paz, Piedad, Perdón de su discurso del 18 de julio del 38.
Acaba aquí el libro propiamente dicho y sigue un apéndice titulado Las personas del drama, con una utilísima referencia a la vida y obra de todos los personajes citados.
Conclusiones
Primero. Las armas y las letras es un libro muy interesante por todas las noticias que proporciona de la vida y obra de los escritores de la época. El libro incluye al final una lista de escritores que el aficionado puede consultar, con sus obras. Probablemente, solo los especialistas en literatura de la época conozcan a todos o casi todos ellos. Se pueden echar en falta solo algunas menciones.
Segundo. El tratamiento de los autores, y sobre todo de los sucesos históricos y políticos, es excesivamente sesgado, porque Trapiello suscribe el credo de la Tercera España. La antipatía que muestra por los escritores de los alzados es manifiesta. Por ejemplo, están fuera de lugar las repetidas referencias a la supuesta cobardía de Sánchez Mazas, el calificar de “agitador” al polemista Maeztu o de “fascista” a Foxá. Solo se trata con simpatía a Ridruejo –falangista que renegó– y Manuel Machado, al que se trata de justificar y sobre el que se propone una tesis extravagante a la que nos referiremos después.
Todo esto lleva a presentaciones falsarias de algunos hechos. Por ejemplo, afirmar que el altercado de Unamuno y Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca incluyó un intento de linchamiento por falangistas y legionarios. Unamuno fue increpado en algunos momentos –merecidamente– pero no fue agredido en ningún caso, y salió del acto con todos los honores. Igualmente, se juzga maliciosamente tanto el acompañamiento de Unamuno por los falangistas en sus últimos días como la falta de él en el caso de Giménez Caballero.
Solo hay un asunto molesto para la izquierda en el libro: la complicidad de Alberti en los asesinatos de desafectos en el Madrid rojo. No hay una acusación explícita, porque no hay pruebas concluyentes, pero Trapiello hace constar que su “opinión sobre el poeta no cambiaría in ápice” si las hubiera –lo que, por cierto, tampoco es justo–. En todo caso, se echa agua al vino inmediatamente haciendo responsable a Sánchez Mazas de las muertes injustas del otro bando; un Sánchez Mazas estuvo preso en zona roja durante la guerra y nunca señaló a nadie, incluso a pesar de que hay una referencia a su reticencia al uso de la violencia. Con todo, estas referencias a Alberti le han valido acusaciones de revisionista y gracietas como la de Trampiello y Las trampas y las letras por parte de la izquierda.
Tercero. Desafortunadamente, además del sesgo progresista en la presentación de los asuntos de letras, el libro está lastrado por la fatal arrogancia liberal del autor en el tratamiento de los asuntos históricos. El punto de vista de la Tercera España que se toma es históricamente insostenible. Reconforta a personas ideológicamente de centro y “moderadas” que no se atreven a afrontar la realidad de aquella República cuyos dirigentes dilapidaron el enorme crédito político concedido por la ciudadanía, pero hay que señalar eso es un ejercicio de autoengaño. En particular, hay que desechar la tesis histórica expuesta explícitamente en el prólogo de la segunda edición: “La tesis general de este libro y otros escritos que fueron apareciendo poco después es que aquella no fue una guerra civil entre dos Españas… sino la determinación de dos España minoritarias y extremas para acabar con otra, la mayoritaria tercera España”. De hecho, la Tercera España también se dividió en dos y cooperó con uno u otro bando.
Pero hay algo más: el libro se reconoce que la práctica totalidad de la nación entregó el poder a los republicanos, pero escamotea la conclusión obvia: el enfrentamiento se desencadenó porque la Tercera España malgastó el enorme crédito concedido al volverse rabiosamente contra la España que les dejó paso.
Los sesgos ideológicos, la parcialidad en la presentación de los asuntos, las opiniones discutibles, &c. se podrían pasar por alto dado el interés del libro, porque cualquier punto de vista crea zonas ciegas, pero el libro llega en algunos asuntos a la percepción distorsionada por la arrogancia y el enconamiento. Así tenemos la descalificación de la Monarquía Católica no por la imposibilidad de aplicarla a la España de entonces, si no por junto. La Monarquía Católica duró varios siglos y llevó a España a crear el primer imperio mundial. El régimen liberal lleva asentado en España menos de medio siglo y ya ha dejado la nación en una situación irreversible. En otros asuntos se llega a lo grotesco, como en la discusión sobre si Baroja era “demócrata”.
El autor padecía síndrome antifranquista cuando escribió el libro, lo que le hizo percibir la sonrisa de Franco como “sardónica, fría, paternalista y malvada”. Esto le llevó a suponer que Manuel Machado se refirió a él en su poema «Voyou» en el que se habla de un macarra de “mirada dura y cobarde, despiadada”. La asociación se apoya en el uso de un “Blanco” que se referiría a Franco en clave. Pero la mirada de Franco no era ni dura, ni despiadada. Mucho menos, cobarde. Curiosamente, hay otro poema de Machado –La sonrisa de Franco resplandece– que cabe considerar imposible de componer para quien no sea un campeón de la doblez.
Cuarto. Sobre las opiniones literarias, dados estos presupuestos, podemos imaginar que los escritores de los Nacionales tendrán pitos; los de la República, palmas, y los de la Tercera España saldrán por la puesta grande. Así es, a pesar de su irrelevancia.
La “literatura fascista española” es calificada de esquizoide porque los autores separaron la “literatura de creación” y la “de agitación política”. La realidad es que en España no hubo en la práctica más fascismo que el imaginado por los antifascistas, y menos aún literatura fascista. Curiosamente a los dos únicos escritores falangistas de una pieza –García Serrano y Luys Santamarina– se les acusa de violentos y, en el caso del primero, de estar bajo el síndrome de la guerra civil.
En contraposición se presenta asépticamente a los escritores de izquierda más comprometidos, con la excepción indicada de Alberti. Por ejemplo, del famoso Congreso de Valencia –“tal vez el acontecimiento cultural más importante de la guerra”– se pasa por alto lo que realmente fue: una operación comunista de propaganda que trataba de dar una impresión de unidad, cubriendo con la causa del “antifascismo” las irreconciliables diferencias políticas de la España frentepopulista cuyos partidos acababan de enfrentarse a muerte unos meses antes –es calificado, simplemente como un “suceso turbio de la guerra”.
Pero destaca la sobrevaloración de los escritores de la Tercera España imaginada. Para empezar, Chaves Nogales, a quien este libro sacó del olvido. Su libro A sangre y fuego, considerado “en verdad excepcional”, no pasa de interesante. El estilo es mediocre; literatura de medio pelo. La actuación de Chaves Nogales, que acabaría al servicio de la propaganda de guerra anglosajona tras enviar a su familia a España, tampoco tiene nada de heroico. Suspenso en armas; aprobado raspado en letras.
Otro de estos autores de la Tercera España magnificado en el libro es María Zambrano. Se recogen algunos extractos llenos de enredo y palabrería con reflexiones de significado confuso que disuadirán a las personas con criterio de leerla.
No podía faltar la reivindicación de Azaña, que ya era bastante popular entonces y lo sería más tras la publicación de los diarios robados el año siguiente a la publicación de este libro. Contra toda evidencia, incluida las referencias al cruel maltrato que Azaña hace en los diarios de sus compañeros de la política, la valoración que se hace de los diarios es que son una “lección de libertad y tolerancia… O sea: es ya un clásico”. Sin embargo, la conclusión que se saca al leerlos es la autocomplacencia de Azaña con una posición política que le llueve del cielo, la absoluta falta de cualificación de los republicanos como hombres de Estado –incluido el gran cobarde Azaña– y el sectarismo de todos ellos.
En resumen, el libro presenta un casi completo inventario de las letras de la época. Lamentablemente, está escrito desde unos presupuestos políticos que llevan a una exposición distorsionada de los sucesos históricos y a una sobrevaloración de los autores de la Tercera España. Por esto, no parece nada coherente utilizar el prestigio del Quijote para el título del libro. Cabe pensar que en aquellas circunstancias Cervantes hubiera puesto cinco flechas en su corazón y arriesgado el otro brazo para combatir a aquellos desaforados frentepopulistas y a sus fementidos compañeros de viaje de la Tercera España.