Hace años, cuando España era una nación coherente, la Semana Santa tenía un halo de misterio alimentado por nuestros mayores, padres, abuelos y profesores, que se traducía en una grata sensación de respeto y religiosidad ante el momento tan importante que se celebraba, La Pasión de Cristo, o lo que, para todavía muchos, es el verdadero núcleo de esta importante celebración religiosa, la Resurrección del Señor.
Antes de la terrible secularización de esta sociedad absurda y vacía que han diseñado una banda de indeseables y que han ido vaciando del sentido verdadero de toda manifestación religiosa de forma fría y metódica, dando paso a las estampidas playeras y la descerebrada ansiedad por destriparse en las carreteras, ese síntoma de desaforado laicismo era bastante menor que en estos tiempos de adoración al becerro de oro, dominada y encarnada por ese artilugio más adictivo que cualquier otra droga llamado móvil.
La Semana Santa se notaba en todo lo que envuelve al sentido exacto y profundo de ser parte del pueblo de Dios, eso que sentimos cada vez menos personas y que se va extinguiendo cuando al final de nuestra vida nos dirigimos a la casa del Padre. Hoy en día se acaba con lo poco que queda del fundamento religioso que vertebró y dio sentido a nuestra civilización y se sustituye por un laicismo que ya lo inunda todo y que en muy poco tiempo convertirá nuestra religión en algo totalmente residual. La Iglesia Católica es una empresa con intereses en » lo de aquí» y con un terrible virus de izquierdas, germen consentido desde ese proceso secular llamado Teología de la Liberación, y cuyo origen se encuentra diseñado en el nefasto Concilio Vaticano II. De esos polvos estos lodos y para apuntillar más en lo que han tolerado convertir, desde las instancias eclesiásticas a la Iglesia, padecemos a un «montonero» impresentable en la Cúspide de la institución. España en otros tiempos civilizadora con un imperio basado en la expansión del cristianismo en ese nuevo mundo donde antes de llevar y propagar el evangelio, se comían unos a otros en salvajes sacrificios, hoy se desentiende de toda moral cristiana y sabedora que la creencia se enseña dentro de la familia y en los colegios, se mina poco a poco a la primera y más importante instancia formativa de vida y se continúa acabando de retirar los crucifijos de las aulas escolares.
No cabe ningún tipo de confusión sustentada y extendida en una sociedad cada vez más alejada del concepto cristiano de la vida. La Semana Santa, tampoco lo es la Navidad, consiste en el disfrute de unos días de diversión, porqué esto está a años luz del sentimiento profundo y reflexivo de estas dos celebraciones, vitales dentro del sentido profundo de la Fe católica.
Las procesiones no son, ni deben ser nunca, espectáculo para turistas. Es un grave error confundir, y lo que es mucho peor, tolerar la diversión con algo tan serio como es el misterio de la muerte y pasión del Señor. Esta «cosa» mal llamada, Semana Santa, no tiene nada de «Santa» porque ese olor a velas e incienso que respirábamos de pequeños en las calles cogidos de la mano de nuestros padres en medio de un desfile procesional, era el resumen de lo vivido inmersos en un rito maravilloso, que ya solo es un pasado que dejará de ser recuerdo religioso más pronto que tarde No es santa porqué en plena confusión de la moral religiosa a nadie le preocupa nada trascendental que vaya más allá de unos números en rojo en un triste calendario colgado de una pared que te da permiso a salir corriendo.